domingo, 17 de julio de 2011

Emilia Pardo Bazán: Influencia de Francia sobre España en la Edad Media.


Antes de entrar en materia, no quiero omi­tir algo que se relaciona con lo que al principio del libro indiqué respecto a la influencia fran­cesa en España. No falta quien crea y procla­me, y hasta recalque, en son de acre censura a los tiempos modernos, que esta influencia es cosa de nuestra edad, y suponga, en el pasado, una se­rie de siglos honradamente castizos, rebeldes a cuanto viene de fuera, puros y sin aleación de ex­tranjerismo. E igualmente, tampoco falta quien se figure que la idea de europeización es un per­feccionamiento recién inventado, y que, hasta la fecha, o hasta tiempos cercanísimos, hemos vivi­do incomunicados con la civilización de otros paí­ses. No hay supuestos más inexactos, más en con­tradicción con la realidad histórica.

En la época de que estamos tratando ahora, en plena Edad Media, la influencia francesa fue tan extensa y poderosa en España como pudo ser ja­más, ni ahora, ni en todo el curso del siglo XIX. Y no fue sólo literaria, sino social, general, y sus huellas todavía están patentes a quien quiera estudiarlas.

En el siglo XI, reinando Alfonso VI, que pudo por fin reunir bajo su cetro los tres reinos de su padre, empezaron a ejercer los altos cargos ecle­siásticos los monjes franceses de Cluny. Apode­ráronse de la Iglesia española, que entonces era apoderarse de todo lo que aquí valía, desterraron el rito mozárabe, que aún subsiste oscuramente en Toledo, y trajeron el espíritu literario francés a la naciente o mejor dicho alboreante literatura nacional. Por haber tenido gestas Francia, tuvi­mos nosotros la del Cid, con el metro alejandrino francés, como más tarde la de Bernardo del Car­pio. Algunas catedrales españolas se caracterizan todavía con el nombre de opus francigenum, obra francesa. El camino de Santiago de Compostela se llamó camino francés, tal era la cantidad de pe­regrinos venidos de Francia que lo recorrían. Nunca estuvimos más en contacto, probablemente, con la nación vecina: y piénsese cuáles eran en­tonces las vías de comunicación.

Hasta la letra usada en España, se convirtió en letra francesa, sustituyendo a la toledana o visi­gótica. De la Francia propiamente dicha, y de Provenza también, estuvimos impregnados, du­rante la Edad Media, desde el siglo XI al XIV.

En la Edad Media, Europa era mucho más homogénea de lo que fue después; que una tendencia general la unificaba y la hacía com­penetrarse. Y, de esta homogeneidad, nació el anonimato frecuente, casi habitual, de los pri­meros escritores.

La literatura y el arte son anónimos, muy a me­nudo. Se sabe el nombre de un copista, y el de un autor se ignora, y se ignorará, es verosímil, eternamente.

En esta homogeneidad se ha solido ver falta de elementos líricos. Se ha dicho que, en tales épocas, el individuo, siervo o señor, clérigo o laico, mon­je o barón, no se pertenece a sí mismo; es el re­presentante de su clase antes que de sí propio, y le faltan libertad y espacio para distinguirse. Yo pienso de manera distinta, y veo en la Edad Me­dia, y desde luego en la francesa, capitales ele­mentos líricos, que existen principalmente, en las leyendas de santidad y en los ciclos caballerescos.


El lirismo tuvo que nacer, y hemos visto que efectivamente nació, de una división social de clases. Fue hijo de la nobleza y del feudalismo, que con la nobleza íntimamente e indivisiblemente se liga. Los sentimientos líricos pertenecieron a la clase aristocrática: en ningún libro del mundo está más marcada tal división que en el de Cervantes, en la opuesta manera de sentir del caballero y del escudero, de Sancho y Don Quijote.

Así, la aristocracia tiene su literatura peculiar, las ya llamadas novelas caballerescas, engendradoras de otras novelas caballerescas igualmente, contra las cuales se inscribió Cervantes, reflejan­do, conscientemente o no, el sentido democrático del Renacimiento.

En España no es difícil concordar con los di­ferentes estados sociales de las regiones la ma­yor o menos preponderancia del lirismo. Donde existió feudalismo propiamente dicho, como en Galicia y Asturias, y sobre todo en Galicia, los elementos líricos se manifestaron, y la psicolo­gía—actualmente, que no hay siervos, ni seño­res—, continúa siendo la que determinó aquel estado social. Verdad es que hasta hará medio siglo no desapareció tal estado, y los señores ju­risdiccionales continuaron ejerciendo mero y mix­to imperio sobre los siervos, quedando todavía rastros de estas instituciones, hoy mismo, en las costumbres. Y por tal razón Galicia impuso a los poetas líricos y a los trovadores tan típicos como Macías y Rodríguez de la Cámara o Bel Padrón, y por eso el origen de las ficciones caballerescas donde este ideal se desarrolla, el origen del Amadís, se ha supuesto en Galicia o Portugal, enten­diéndose que la redacción castellana no es si no forma nueva de otros textos anteriores y que no se han encontrado. Tal es, en resumen, la opinión de Menéndez y Pelayo en sus Orígenes de la no­vela, donde proclama el carácter lírico de esas regiones que fueron más marcadamente feudales.


Al aparecer las novelas, no ya caballerescas, si no de caballerías, que son las que le trastorna­ron el seso a Don Quijote, venían con retraso, pero todavía quedaba en pie la armazón del mun­do feudal y aristocrático-heroico, si bien minada y atacada en sus fundamentos, y pasada, en rea­lidad, su hora. Verdaderamente, desde el si­glo XIV, la Edad Media declina, y la sociedad se transforma.

¿Y cómo actúa la literatura en tal transforma­ción en Francia? Haciéndose alegórica, y adop­tando ese velo para cubrir su sátira de las ideas y costumbres sociales. En el momento en que la vida civil va a sobreponerse a la vida guerrera y heroica; en que, al consolidarse el poder real, la nobleza tiene que someterse a él y perder tanto de su libertad individualista, nace una literatura satírica, que viene a comentar burlonamente el pasado, a hacer imposible o al menos muy difí­cil la aparición de otras canciones de gesta, a res­ponder con la mofa a la lírica afirmación de los trovadores y juglares. Es la tendencia democrá­tica y el buen sentido francés, que se manifiestan tempranamente, sustituyendo a la novela de aven­turas la de costumbres satirizadas —los cuentos, los apólogos, los fabliaux.

Y esto, como queda dicho, es una demostración, un brote de la espontaneidad francesa, mientras que las gestas, no lo ignoramos, tienen un origen tudesco, y los ciclos un origen céltico. Es tal li­teratura el genuino retoño de eso que después se ha llamado el esprit gaulois, y que ha tenido siem­pre representación en las letras, hasta cuando, pa­recían dominar las direcciones más contrarias. Va unido este movimiento literario, en la época que reseñamos, a la plena nacionalización de Francia, que logra por fin romper la uniformidad de tal pe­ríodo, y diferenciarse, con caracteres propios, de las otras naciones europeas.


Entre los muchos ejemplares del género satíri­co alegórico, hay dos que se destacan: La novela del zorro y La novela de la rosa. La novela del zorro satiriza al feudalismo. Antes que Cervantes, un satírico francés puso en solfa los elementos ro­mántico-feudales, y combatió ese ideal, anuncian­do su caída. No fue La novela del zorro un caso aislado: prueban su carácter de síntoma general las mil ramificaciones de su idea. Viene escoltada de los innumerables Esopillos o Isopetes, coleccio­nes de fábulas, que tanto se divulgaron y que formaron la epopeya zoológica; y la sátira, toman­do por personajes a los animales, se explaya li­bremente. De origen griego, por Aristófanes, este género de sátira se ha prolongado hasta nuestros días, y baste para confirmarlo la tan comentada y trompeteada obra de Rostand, la gesta del gallo galo Chantecler.

No siempre las fábulas son de gorja y burlas: las hay morales y las hay amorosas. Y, en gene­ral, tampoco este nuevo desarrollo, tan genuino, de las letras francesas, podemos decir que haya producido obra maestra alguna.

La novela de la rosa, que se destaca en tal momento, tiene dos autores, Guillermo de Lorris y Juan de Meung. El uno la principió, el otro la concluyó, a cuarenta años de distancia. Esta fic­ción responde también a tendencias que han de afirmarse a través de la historia literaria y la historia social francesa: en la segunda parte de la Novela de la rosa se halla contenida la que tantos siglos después se llamó "declaración de los derechos del hombre"; y en toda la novela, bastante licenciosa, se desenvuelve esa casuís­tica erótica, esa preocupación dominante de las artes amatorias, que en tiempos recientísimos ha sido, no sin justicia, reprochada a la litera­tura francesa, y que, como una excrecencia, la ha afeado, por su exceso y su torpeza. En la Novela de la Rosa—título por cierto encanta­dor—se ha visto una nueva redacción de cierto librito ovidiano. A pesar del éxito y divulgación enorme de esta ficción, no faltó quien la esti­mase mucho más abajo que la de Ovidio, y el Petrarca reprochó a sus autores la falta de pa­sión, la licencia en frío, escollo fatal del gé­nero.

En la misma novela se inclina la sátira con­tra los hipócritas y los falsos devotos: un per­sonaje es una especie de Tartufo. Anunciábase el espíritu satírico e irreverente, que desde Moliè­re conduce a Voltaire.

El mismo sentido burlón y la misma objetivi­dad, con escasa aleación de lirismo, nótanse en los troveros, por ejemplo, en el bohemio típico Rutebeuf, contemporáneo de San Luis. Muer­to de hambre y de frío, dispara sus dardos con­tra el clero, contra los mojigatos y la beatería. Y todos los troveros se parecen en un rasgo esencial, la burla, el desenfado insolente. Son volterianos antes de Voltaire; volterianos, como era posible serlo en su época.

El lirismo pudo encontrar rico campo de cul­tivo en la brillante y efímera florescencia trova­doresca del Mediodía, en la hora y momento en que reyes, condes y barones se sintieron poetas, y en que la mujer fue como reliquia puesta en altar y besada con devoción. La idea caballe­resco erótica, que en los ciclos de Bretaña se manifiesta ya con tanto lirismo, pudo desenvolver­se artísticamente en los trovadores. Algunos, es cierto, fueron de inspiración épica, como el famoso Bertrand de Born; pero la mayor parte can­tan ternezas y sutilezas sentimentales. No siem­pre este sentimentalismo es ficción de cortes de amor, ni afectación poética: hay bastantes tro­vadores que, no habiendo pasado a la posteridad por el mérito de sus versos, por el cual, a decir verdad, no lo merece ninguno, pasaron por ha­ber bebido el filtro de Iseo y Tristán, y haber incorporado a la leyenda lírica una nota trágica. De estos hubo en Cataluña y en Galicia; pero de Provenza vino la especie. Lo que no supieron re­velar intensamente en el verso, lo afirmaron con su biografía. Un erudito que, como el malogrado Said Armesto, siguiese pacientemente la pista a las leyendas y desentrañase su procedencia, pu­diera decir los orígenes y lo que tienen de verda­dero las terribles leyendas trovadorescas de Guillén de Cabestany y Reinaldo de Coucy, con el atroz detalle, digno del festín de Atreo, del cora­zón del trovador arrancado por el celoso marido y hecho comer a la dama. Sean o no exageracio­nes de juglares tan espantosas venganzas, tenemos que notar un retroceso, desde las novelas de la Tabla Redonda. De un modo más humano pro­cedieron, en medio de sus desdichas conyugales, el rey Marcos de Cornualla y el rey Artús de Bretaña, que rechazó los medios de venganza que le proporcionaba una bárbara legislación. Son estas leyendas de un romanticismo truculen­to, pero sería aventurado darlas por enteramente falsas. Si la historia no confirmase el suplicio impuesto por Pedro de Portugal a los asesinos de doña Inés de Castro, que fue sacarles el corazón por la espalda, tal vez lo juzgásemos invención.

De la idea del corazón como cifra y resumen de la vida sentimental, encontramos testimonio en la leyenda de Durandarte, tan artísticamente apro­vechada por Cervantes en el episodio de la cueva de Montesinos. Otro testimonio de que la idea del corazón arrancado y hasta comido era casi familiar a los trovadores, la encontramos en una elegía, en que el poeta provenzal Sordel lamenta la muerte del trovador señor de Blacas, y declara que es una pérdida tan grande, que sólo podrá repararse si le arrancan el corazón y se lo hacen comer a los barones que sin él viven, y al empe­rador de Roma, y al rey de los franceses, y al monarca inglés...

El último poeta lírico de la Edad Media france­sa, es Carlos de Orleans. Hay en sus versos algo de frivolidad cortesana y de anticipado concentrismo; tal defecto proviene de que la literatura seria y la filosofía propiamente dicha, no eran pa­trimonio laico, ni de grandes señores, sino de clérigos y de sabios —dos categorías que entonces se identificaban diciéndose "gran clérigo" cuando se quería decir "gran sabio".

De esa sociedad clerical sale un extraordinario brote lírico, los amores del filósofo escolástico Abelardo con aquella mujer también empapada de ciencia y filosofía, la sobrina del canónigo Fulberto, y la correspondencia entre los amantes, documento sentimental preciosísimo, cien veces más precioso que las enseñanzas conceptualis­tas y nominalistas (el nominalismo es un modo de lirismo filosófico) de Abelardo. Tal correspon­dencia no es texto de lengua, ya que se escribió en latín, y sólo apareció traducida en el siglo XVI; pero esta historia auténtica no ha influido menos en el lirismo de Francia que la de Tristán e Iseo, fabulosa y mística, influyó en el de todas partes. Sainte-Beuve, con su sagacidad habitual para se­guir estas corrientes, encuentra en la figura de Heloísa el modelo de la duquesa de la Vallière y de la señorita Aissé, personalidades líricas, hasta dar en el misticismo del sentimiento.

Y también es justo, al nombrar a Pedro Abe­lardo, reconocer los servicios de la Escolástica, que, contribuyendo a afinar el pensamiento y la com­prensión, tomó parte muy considerable en la ges­tación del genio literario francés, en lo que tiene de claro y razonador, de lógico y de ingenioso y agudo. Por la Escolástica, se ha definido lo que en otros países permaneció dentro de la vaguedad, y, a1 desenmarañarse el ovillo de las controversias, se ductilizó y enriqueció el idioma.

Ligada está la historia sentimental de Abelardo y Heloísa a la del misticismo erótico; pero el ver­dadero misticismo, más puro en sus hondos ma­nantiales, se reveló, entre las sequedades escolás­ticas y los abrojos satíricos, en un libro maravi­lloso que se llama La imitación de Jesucristo. Ya sabemos que, fuese quien fuese su autor (al es­cribir la vida de San Francisco de Asís, he rese­ñado las diversas hipótesis), el libro, en efecto, fue escrito por el Espíritu Santo. No es seguro que sea un libro francés, aunque parezca proba­ble: no es seguro, tampoco, que sea obra de nin­guno de los autores a quienes se atribuye. El ano­nimato del claustro, donde probablemente nació, le rodea. Es obra de altísima poesía lírica, y no en balde grandes poetas modernos, y de los más des­engañados, han encabezado sus poemas con frag­mentos de la Imitación. No menos persuadido de la vanidad de todo que el Eclesiastés, el autor de la Imitación conoce los caminos del amor, y los recorre, guiado probablemente por San Francisco de Asís. El alma franciscana palpita en las cláusu­las del libro incomparable.

Yo no puedo examinar aquí los géneros litera­rios que no guardan relación con el lirismo, y em­piezan a descollar en el último período del siglo XV, como la crónica que se transforma en historia, los misterios dramáticos que nacieron en los templos y van a salir de ellos, el nacimiento del teatro mo­derno, entre la que llama clercs de la Basoche, y tantas manifestaciones de la vida literaria, que aun tratándolas de refilón y a la ligera, como por fuer­za trato estos antecedentes, acaso no indispensa­bles, pero útiles a la inteligencia de lo que viene después, no tendrían aquí cabida. Mas no puedo omitir la aparición de las novelas de caballerías, que en tanta copia surgen desde el siglo XIV hasta el XVI, y que, aun las de pertenencia española, ¿quién sabe si proceden, en sus primeros surgi­mientos, de Francia? Hemos visto que las ficcio­nes caballerescas, sea su raíz céltica o germánica, en Francia se desarrollan. Menéndez y Pelayo, en sus Orígenes de la Novela, observa que la epopeya castellana, de carácter hondamente histórico, no engendró verdaderas novelas (a excepción de la Crónica del Rey don Rodrigo), aun cuando, aña­diré, en algunos de los Poemas del Cid, de los más recientes, no falten amplificaciones y alteraciones novelescas.

Lo cierto es que de Francia se propagó a Es­paña la primera literatura de fábulas de caballería andante. Esta literatura, derivada de los ciclos de la Tabla redonda, fue fecundísima en Italia en el siglo XVI, y en España en el siglo XV y parte del XVI, igualmente. El recuento de las obras, no cabe en los límites de unos sencillos preliminares. Como contribución de Francia a este género pu­dieran citarse libros de los que Luis Vives llamó pestíferos, como la Historia de Pierres de Provenza y la linda Magalona, Flores y Blancaflor, la Historia de Paris y Viana, y la fábula de Melusina (que en Galicia encontramos en la leyenda de los Mariños) con otras historias líricas, de amor. Es también francés el Oliveros de Castilla, y el Artús de Algarve. Y de fuera vino a España la leyenda del Caballero del Cisne, largamente re­latada en la Gran conquista de Ultramar.

Pero la literatura caballeresca, aunque proceda, a mi ver, de Francia, ya sabemos que es en Es­paña, y acaso en Galicia y Portugal, donde arraiga de un modo profundo.

De materia caballeresca está como impregnada la Edad media española, desde los siglos XII y XIII, y las peregrinaciones a Santiago de Compostela, adonde tanta gente noble e ilustre acudía de Francia y de Germania, no debieron de tener en ello poca parte. Así, no es de extrañar si nuestro Tablante de Ricamonte viene de un poema provenzal del siglo XIII, y si el Caballero Cifar, el más antiguo de nuestros libros de caballerías, muestra sus orígenes bretones, por más que la leyenda de la Dama del Lago sea fácil descubrirla en tra­diciones locales gallegas, y parezca pertenecer a la mitografía universal,

En cuanto al Amadís, no tengo la menor auto­ridad para terciar en la disputación de sus orí­genes, pero que de sus primitivas redacciones, que se han perdido, alguna por lo menos fuese francesa, parece seguro. Menéndez y Pelayo re­conoce que todos los nombres de lugares y per­sonas en el Amadís, tienen sello erótico, y hace constar la profunda influencia del Tristán sobre el Amadís. Naciese donde naciese la novela, cual hoy la conocemos, y hasta en formas anteriores a la de Montalvo, su ideal difiere mucho del ideal rudamente heroico de Castilla. Si fue escrito antes en portugués-galaico que en castellano, todavía es verosímil que la raíz sea francesa.

El Amadís fue en España como una moda; privó en los salones ya entonces dorados, en los bellos camerinos; se dio a los lebreles favoritos el nombre de Amadís, pero no llegó tal popula­ridad a las muchedumbres, y Cervantes, tan ob­jetivo y realista, tan antirromántico y antilírico, encontró fácil el camino para arremeter contra esta poética fábula y contra otras no tan poéticas y de menos escogida contextura. Los libros de caballerías, aunque halagasen ciertas propensio­nes de nuestra alma, estaban expuestos a morir por la risa y la burla, por la caricatura de su ideal.

Por señas que, respecto al Amadís, sorprende el desconocimiento y ligereza con que se expresa un hombre por otra parte tan bien informado y tan serio como Brunetière, empezando por es­cribir "Los Amadises", pero vemos que este plu­ral no se refiere a los libros de caballerías de la línea de Amadís, sino sólo al Amadís de Gaula; y, a renglón seguido, decora con el nombre de autor a Herberay des Essarts, que no fue más que el traductor francés de los ocho primeros libros, según dos renglones después hace constar el mismo Brunetière. Condesciende a reconocer que "al Amadís no se le puede pasar absoluta­mente en silencio", pero lo que hace es peor: es confundir las noticias acerca de un libro que bien vale, cuando menos, los que inspiró después a los novelistas sentimentales franceses, y que han sido muy comentados y estudiados por el mismo docto crítico.

En el siglo XVI es cuando se traducen al fran­cés las historias de Amadís y de su dilatada progenie. Y Francia recibió con entusiasmo las licencias que habían ayudado a sufrir con pa­ciencia su prisión en Madrid a Francisco I. Era el momento en que nuestra literatura y todo lo nuestro iba a poner la ley en Francia. El Amadís influyó más en la literatura francesa, que en la española. Allí no hubo Cervantes que lo ente­rrase vivo.

Fue un lírico el poeta que, en el siglo XV, se destaca con nota de originalidad entre los de su tiempo, y se aparta de toda la tradición de tro­vadores y de troveros, juglares y religiosos. En aquella época de transición, salta este poeta sin­cero a ratos, desvergonzado, estudiante de la tuna, racimo de horca, hambrón profesional, comido de miseria, pero gran lírico, ya que nada que no proceda de sí mismo, cantan sus versos: lírico genuino, pues sólo le inspiraron sus propias emociones. Y aquel golfo, como ahora diríamos, fue poco a poco, después de su muerte, ascen­diendo al lugar preeminente de uno de los pa­dres de la poesía; Clément Marot le saludaba como a un antecesor; Boileau comenzaba por él la historia de la poesía francesa; Théophile Gautier, en sus Grotescos, le retrataba como a rey de la vida de Bohemia, y la historia literaria reconocía que fue Villon quien más hizo progresar a la poe­sía francesa desde La novela de la Rosa. Sainte-Beuve —que sin piedad ni simpatía le ha dise­cado— confiesa que Villon fue "uno de esos in­dividuos colectivos, el último, la última palabra de una generación de satíricos olvidados ya; el he­redero de tantos juglares y autores de fabliaux v que eslabona la tradición entre Rutebeuf y Rabelais".

Sin sostener que François Villon fuese un poeta absolutamente de primer orden, es un poe­ta que cautivó por su naturalidad, por ese hechi­zo y talismán de la verdad cruda y desnuda, que sugestiona. Es un poeta del arroyo, teñido de es­colástica; un sopista remendado que ha leído a Aristóteles; pero no es Aristóteles, sino la adver­sidad, lo que le ha enseñado a sentir. Y canta su pobreza, canta sus aprietos, y su consuelo es que la muerte, al fin y a la postre, ha de apoderarse de todos, mendigos y ricos, poderosos y miserables.

Lo mejor de la poesía de Villon es una balada famosísima, la que se titula Las damas de an­taño, y que yo, al leer a Villon en otro tiempo, llamaba Las nieves de antaño. La idea de esta balada es semejante a la de la famosa elegía de Jorge Manrique: y así como a esta se le han en­contrado muy numerosos precedentes, se le en­cuentran a la balada de Villon, y son una hueste los poetas medioevales y hasta los padres de la Iglesia que se han preguntado melancólicamente, ¿dónde están ahora los que un día asombraron o encantaron al mundo?

"Los Infantes de Aragón, ¿qué se hicieron?"

Pero es preciso reconocer, y Sainte-Beuve lo reconoce, la superioridad del bohemio estudian­tón. Jorge Manrique es un poeta mucho más culto, y en todo aparece como un gran señor y un moralista cristiano; pero la idea de Villon es todavía más poética y graciosa: pregunta qué ha sido de las bellas damas, las enamoradas, las Rei­nas trágicas, la pucelas heroicas; y las "nieves de antaño" parecen más efímeras aun que el rocío de las eras. La honda melancolía del no ser, se intensifica al recordar las hermosuras que pasa­ron, las formas divinas que son polvo y ceniza leve... ¡Nieves de antaño, y solamente nieves de antaño!

Es otro encanto de Villon su falta absoluta de pedantería, cuando el siglo se hacía tan docto, y no pensaba si no en romanos y griegos, y la her­mana del Rey, Margarita de Valois, se chapuzaba en retórica, gramática y filosofía para acabar imi­tando a Bocaccio.

Su grande amigo, admirador, adorador y prote­gido Clément Marot, que combatió en Pavía y vino a España con Francisco I, (delà les monts, prisonnier, nos dice él mismo), es también un lí­rico, y hay en él rasgos trovadorescos, ya borro­sos. Enamorado honestísimamente, según afirman los bien informados en tan arduas cuestiones, de la Margarita de las margaritas, de la Perla de las sabias, hacía profesión de amar "muy altamente". Yo confieso que prefiero a Villon, galán de "gen­til salchichera de la esquina". Marot, adscrito a la corte, paje y criado de Reyes, no despliega esa originalidad salada y fresca de Villon. Es un in­genio —tal vez el primero de la serie de los inge­nios cortesanos.

Cualquiera que sea el atractivo bufonesco de Rabelais y la viveza y jugo prodigiosos de su lé­xico, en cuanto al lirismo no tenemos nada con él. Es un temperamento épico, de epopeya bur­lesca (igual pudiéramos decir de Cervantes, pero ¡cuántas reservas y explicaciones habría que aña­dir!). Su enorme carcajada barre a una edad y anuncia otra. Con Rabelais se ha nacionalizado en Francia el Renacimiento.


EMILIA PARDO BAZÁN El lirismo en la poesía francesa.