miércoles, 5 de octubre de 2011

Azorín: Llegada a París y Primera tarde


I Llegada a París.

TODO se ha desenvuelto como en un sueño. Casi no puedo explicarme lo que ha sucedido. Y perdone el lector que hable de mí. En una relación de viajes, ¿qué será lo interesante: las observaciones filosóficas que pueda hacer el viajero —sin más que con una conexión lejana con la realidad—, las generalizaciones abstractas, las divagaciones literarias, o lo que simple y puramente se ve, se presencia y se atisba? «Yo estaba allí y lo vi», dice La Fontaine en una conocida y muy citada frase. Diré yo —dentro de mi modestia— lo que vaya viendo. De España, como postrer recuerdo, guardo el sonido lejano de unas campanas en la mañana de la Ascensión. Campanas que, a mil y tantos kilómetros de distancia, todavía están sonando en mis oídos... ahora acaso más distintamente que antes; campanitas que me hablaban de viejas ciudades, de callejuelas silenciosas, de caserones señoriles, de catedrales, de conventitos con patios de cipreses. Pasado el día, por la noche, a las diez, me metí en un largo tren atiborrado de viajeros. No había más tren rápido que ese para llegar a la frontera. En mi departamento, unas señoras enlutadas y un anciano menudo, vivaracho, limpiamente afeitado. Pasan lentas y molestas las horas de la noche. Cuando clarea el día aparecen los campos apacibles de Burgos. Entonces el viejecito —con la voz entrecortada por una tos pertinaz— comienza a nombrar todos los lugares por donde pasamos; él sabe los montes, vericuetos, barrancos y llanuras por donde discurre el tren. De cuando en cuando, ante una pequeña contrariedad (el no poder abrir la maleta, el no encontrar un periódico que había dejado sobre el asiento), se desazona y regaña malhumorado. En estos casos, una dama alta, esbelta, vestida de negro, sonríe, pronuncia una palabra de sosiego, nada más que una palabra, y el viejecito torna a calmarse. ¡Qué dignidad, que nobleza, que ánimo imperativo y bondadoso a la vez hay en esta señorial Castilla, la gran Castilla, fuerte, dueña de sí misma y señorial, está representada en esta dama. En una estación de enlace desaparecen el viejecito y la señora. El departamento queda solo; más allá entran en el coche un obispo y su familiar. Se quita el prelado su sombrero con el pintoresco borlón verde-blanco y comienza a leer en un librito. Luego, al cabo de la lectura y la meditación, coge un periódico, lee en voz alta algunas líneas y ríe al comentarlas. Yo callo, sentado en un extremo. Nada hay en este obispo de hosquedad, de excesivo y tétrico recogimiento, de tiesura. Su carácter es franco, llano, jovial. Santa Teresa, en sus Constituciones, recomienda a sus religiosas que hermanen la piedad y el fervor con la franqueza y la jovial comunicación. El tren avanza: ya ha quedado lejos el buen prelado. Músicas y comisiones le han recibido en una estación. Doy unas vueltas por el andén, en San Sebastián, y charlo un momento con un amigo. El tren vuelve a ponerse en marcha. Ya estamos en Irún. Ya hemos cruzado el Bidasoa. ¡Francia! ¡Noble y dulce país de Francia! No ha habido para nosotros ni el menor obstáculo al cruzar la frontera. No los hay para nadie que sincera y honradamente quiera cruzaría. Los empleados encargados de revisar los documentos desempeñan delicada y escrupulosamente su cometido. Gracias rendidas doy al comisario de Policía, que me ha abrumado de atenciones y deferencias. Su cortesía es irreprochable. En la estación de Hendaya, al atravesar su zaguán, he visto la viejecita enlutada a quien tantos libros y periódicos he comprado durante muchos veranos. Echo un vistazo a su pequeña librería, y luego, como en volandas, vertiginosamente, un magnífico automóvil me lleva a un hotel de la playa de Hendaya. Estoy sentado en una mesita, frente al mar. Es la una de la tarde. Allá en la lejanía del horizonte se divisa casi imperceptible el humo de un barco que cruza. La comida es delicada y suculenta. Sólo a los postres y a la hora del café he notado la falta de azúcar y de golosinas azucaradas. Tras la comida, en el vasto y claro vestíbulo del hotel, dormito un momento sentado en un ligero sillón de mimbres. El silencio es perfecto, maravilloso: maravilloso como el silencio de que Cervantes habla en varios pasajes de sus libros. Ni servidores ni huéspedes hablan en voz alta, ni mueven violentamente los muebles, ni dejan caer estrepitosamente objetos. La sensación de quietud y sedancia es admirable. Por los anchos ventanales se columbra la inmensidad azul del mar. A las cinco, otra vez al tren. Es un tren larguísimo, interminable. En San Juan de Luz, en Biarritz, en Bayona suben compactos grupos de viajeros. Van llenos, rebosantes, departamentos y pasillos. Hasta París vendrá toda esta muchedumbre trashumante; muchos viajeros pasarán la noche en los corredores, sentados sobre sus maletas. Hay a la hora de comer un vaivén continuo de los departamentos hacia el comedor, y del comedor hacia los departamentos. En cuatro series se ha organizado la comida. Cae una lluvia torrencial que golpea los vidrios, y comienza a entreverse, al través de la cortina de agua, el paisaje de las landas bordolesas. La noche cierra. Horas de profundo sueño. Cuando despierto al día siguiente, a las siete, creo estar soñando. Restriego el empañado cristal y contemplo un panorama de tierras labrantías, raso, cubierto del verde de las sembraduras, sin árboles, de ilimitados horizontes. ¿Estoy camino de París, o en marcha hacia Madrid? ¿Son éstos los campos franceses o los términos de Pinto, de Getafe o de Villaverde? La similitud con el paisaje manchego madrileño no puede ser más sorprendente. Pero pronto comienzan a surgir macizos de árboles, florestas, bosquecillos. El panorama ha cambiado. Nos vamos acercando a París. Surgen anchas edificaciones de fábricas con sus chimeneas humeantes. Ya el campo verde casi desaparece. A un lado y a otro de la vía no se ven más que fábricas, depósitos, talleres. Multitud de rieles cruzan en todos los sentidos. Van y vienen trenes vertiginosos. Pasamos bajo la ancha y negra bóveda de una estación —Austerlitz—, y se cuela el tren en un túnel. Se detiene de pronto: hemos llegado. Estamos en París. El cielo, gris, ceniciento, es de una dulzura y una suavidad incomparables. Sobre ese elegante gris, en las grandes avenidas, destaca, con maravillosa armonía, el verde primaveral de los árboles. Las calles están limpias, cuidadas en su terso asfalto. La muchedumbre de viandantes camina tranquilamente, y los automóviles, incesantes, desfilan raudos. ¡Profunda sensación de sosiego, de tranquilidad y de paz! Ahora escribo estas líneas en un cuarto ancho, claro y limpio de un hotel. He almorzado hace un momento; la comida ha sido también, como en Hendaya, delicada y selecta. El azúcar ha sido sustituida con sacarina, sacarina líquida, incolora, en grandes frascos de cristal, o sacarina en diminutos comprimidos blancos, envueltos cada uno en un papelito de seda. Nada turba el silencio de este cuarto; la luz, finamente gris de esta mañana —luz que nos hace comprender al gran pintor Corot —se hace todavía más suave al pasar tamizada por unos sutiles visillos.

II Primera tarde en París.

Terminé ayer mis notas diciendo que las escribía en un cuarto claro, limpio y blanco de un ancho hotel. Por la ventana se veía —y se sigue viendo hoy— un cielo gris, ceniciento, de una suave entonación. Todo reposa y calla en esta morada. La ventana da a un patio, como todo el edificio, de un puro y castizo estilo francés. Está hecha la construcción de sillares bien labrados, con los balconajes de piedra y las techumbres de negra y escurridiza pizarra. Se puede aquí leer, a esta luz fina y cenicienta, en este edificio clásico, rodeado de tal silencio y cuidado; se puede aquí leer con el más profundo goce espiritual a Montaigne, a Pascal, a Molière, a Sainte-Beuve... Acabé de escribir mis primeras notas y salí a la calle. Siempre que ando algunos pasos y me alejo del hotel, lo primero que veo, perfilándose imponente en la suave luminosidad del cielo, es el grande y monumental arco de la Estrella. Al caminar despacio por la ancha plaza, por entre tupidos árboles, unos gorriones me ofrecen la impresión primera, la impresión gratísima que ayer mañana tuve a mi entrada en París, al salir de la estación y desparramar la vista por el panorama de la calle y por el cielo. Había en la acera unos gorriones; iba yo marchando hacia ellos, y ellos no se apartaban ni sobresaltaban. Tuve que oxearlos con la mano —cariñosamente— para que alzaran un corto vuelo y fueran a posarse un poco más lejos. He salido del hotel, por primera vez, a la tarde, después de escribir mi artículo. Ya sabía dónde tenía que ir; el deseo de visitar las librerías me impulsaba vehementemente. ¿Habrá hombre sin una pasión, sin una tendencia, sin una preocupación? La mía son los libros; he de llevar al tanto todo cuanto se publica en Francia y en España. No hay mayor gusto, no hay mayor fullería para el espíritu —decía nuestro Gracián— que «un libro nuevo cada día». Pensando en este aforismo, impelido instintivamente, he tomado un automóvil público. Las calles están animadas. Cuando se viene de Madrid, lo primero que sorprende son la anchura de las grandes avenidas, los vastos espacios libres y el ruido especial del tráfago continuo de los automóviles. El piso es llano todo él y asfaltado. Muchedumbre de automóviles van y vienen, como una enorme madeja que se moviera vertiginosamente. Y el ruido que producen no es el tableteo y el estrépito seco y violento de los vehículos de Madrid, sino algo así como el ruido de una serrería y de una cascada a la vez. Como el movimiento es tan intenso, el ruido sordo de los automóviles es una cosa continua, regular, uniforme, que no molesta ni desazona. Corría velozmente el auto en que yo iba hacia mis librerías. Diez o doce kilómetros he recorrido por las calles de la ciudad. Yo miraba atentamente las casas, sus muros, sus techumbres. Quería ver si descubría alguna señal de desquiciamiento, de ruinas, producidos por los bombardeos. Al cruzar una plaza he columbrado la parte alta de una casa toda derruida, con andamios. En algunos monumentos públicos, grupos de obreros se ocupan en cubrir con sacos de arena y con tierra los bajo-relieves y las partes delicadas de la obra artística. Al pasar por las avenidas, por los jardines, veía a la gente sentada en los bancos y en las sillas charlando reposadamente. Aquí hay un provecto señor de blancas barbas, en compañía de dos señoras enlutadas; más allá veo un caballero con una barbita puntiaguda —tipo Montaigne y Anatole France— que habla con un niño; aparte de todo el grupo, solitaria, contemplo, un instante, una linda muchacha que mira como extasiada a los arboles y tiene sobre las rodillas un libro. (¿Será un libro de versos?) Yo quisiera haber hecho parar el coche; haber bajado; haberme acercado lentamente a esta joven soñadora, y haberla dicho, con el sombrero en la mano: «Señorita, ¿quiere usted que hablemos un poco?» Pero el auto corre vertiginosamente. Hemos cruzado el Sena; hemos atravesado una ancha plaza; de pronto, nos detenemos. Veo escaparates repletos de libros, y libros de todas clases, chicos y grandes, con cubiertas de todos los colores, colocados en anaqueles y muestrarios al alcance de la mano. La librería es como un pequeño porche, un lugar abierto en que los transeúntes entran y salen a su placer, sin saludar, sin decir nada, sin pedir permiso a nadie. La gente circula por entre los montones de libros; toma unos; deja otros; lee un rato; curiosea a su sabor. ¡Qué encanto el de estas librerías francesas tan fáciles y libres para todo aficionado a las novedades bibliográficas! Experimento al entrar en ésta una profunda emoción; el alcohólico, ávido de alcohol, y a quien se le introdujera en una espléndida botillería, no sentiría cosa diversa. Aquí están, al alcance de mi mano, las bellas ediciones en tiradas limitadísimas, estampadas en ricos papeles, que no llegan a Madrid. Voy de una parte a otra; tomo y dejo precipitada y nerviosamente los exquisitos y primorosos volúmenes; parece que me va a faltar el tiempo para verlos todos, o que se los van a llevar todos antes de que yo los vea. Las encargadas de la tienda, lindas muchachas, sonríen viendo mi precipitación y mi ansiedad. La primera fuerza de Francia, la más pujante, la más universalizadora, es la literatura. La Prensa, que había descuidado un tanto la crítica literaria y la revista bibliográfica, lo ha comprendido así, y ahora son ya muchos los periódicos que dan cuenta diariamente de los libros nuevos. Francia es grande en el mundo por sus escritores. Los clásicos han formado un ambiente espiritual, intenso, ambiente de finura, de penetración, de delicadeza y de humanidad —sobre todo de humanidad—, que constituye la tradición francesa. Y esa tradición ha dado como productos, entre otras cosas, la mujer y la familia. No habrá en ningún país mujer más fina y comprensora que la mujer francesa, ni familia más estrecha, más amorosa, más sólida que la familia francesa. ¡Con qué continuidad y qué fervor se guarda en la familia francesa el ambiente espiritual de los antepasados! Para la madre francesa, dechado de madres, su hijo siempre es un niño. Su solicitud para con el hijo, sus cuidados, sus ansias, no tienen nunca término a lo largo de la vida, ni decaen nunca. Yo, a través de la literatura moderna y de la clásica, veo siempre a la madre francesa como una mujer en cuyo rostro —mientras piensa en el hijo— hay, en todo momento, una sonrisa de bondad y un ligero ceño de preocupación... Pero la tarde ha ido cayendo; he revuelto y escudriñado todos los volúmenes de la librería. He comprado un grueso paquete de volúmenes. A la noche, en mi silencioso cuarto del hotel, les iré cortando las hojas, e iré, de primera intención, leyendo acá y allá. El auto torna a correr vertiginosamente por las largas avenidas. Ya veo el monumental arco perfilándose en el cielo del crepúsculo. Ya estoy en el hotel.
 (París, bombardeado y Madrid, sentimental. Mayo y junio de 1918.)