sábado, 10 de diciembre de 2011

León Trotsky: París, verano de 1916.




Fragmento de un viejo cuaderno: París, verano de 1916

Publicado en el número 1 de Krasnaia Niva, 1922.

Sin haber salido, como aquel que dice, este verano de París, he podido observar día tras día el nuevo ajetreo de la ciudad. Han pasado ya dos años desde el momento en que el ejército de Von Klück se acercaba a la ciudad. Hace poco, un diputado socialista evocaba en la prensa aquellas dramáticas jornadas. Tras los comunicados triunfales de las primeras semanas, Francia se dio cuenta de pronto del peligro mortal que se cernía sobre París. En un mar de vacilaciones, el Gobierno se preguntaba si habría que defender la capital. Los grandes propietarios influyentes, temerosos de las destrucciones de la artillería alemana, presionaban para que París fuese declarada “ciudad abierta”, es decir, para que fuese entregada al enemigo sin lucha. Sembat se dirigió al grupo parlamentario socialista para comunicar que Viviani se negaba a asumir por más tiempo la responsabilidad del país si no conseguía la colaboración de los socialistas. “Nos miramos entre nosotros horrorizados”, cuenta ese diputado. Longuet se opuso; Sembat y Guesde aceptaron la propuesta. Esos hombres, que no estaban hechos para los grandes acontecimientos, se embarcaron en la corriente. Uno de los miembros del grupo socialista, al divulgar determinados sucesos internos, obligó al grupo a autodisolverse y a entregar los poderes a un comité que designó a Sembat y a Guesde para el puesto de ministros. El Gobierno, de acuerdo con el Estado Mayor, se preparaba para evacuar París. La izquierda protestó y los ministros socialistas se hicieron eco de la protesta. El general Galliani, encargado de la defensa de París, convocó a Hubert, secretario del sindicato de los obreros de pico y pala parisienses, ordenándole movilizar a sus hombres para cavar trincheras. En París se formó un ejército móvil que más tarde debía desempeñar un papel decisivo en la batalla del Marne... París se salvo cuando un tercio de su población estaba evacuada.
Reinaba aún en la ciudad un estado de tensión victoriosa y ruidosa del tiempo en que el peligro parecía suspendido sobre ella; el Gobierno de la República se reunía en Burdeos y las mujeres de la pequeña burguesía desplegaban como banderas flamantes vestidos de luto, sobre todo cuando se trataba de parientes lejanos; las madres y las obreras se abstuvieron de cualquier manifestación vistosa de esa clase. Semanas más tarde, el luto, que llevaban casi todas las que podían permitirse ese modesto lujo, se había convertido en el último grito de la moda, y las siluetas de las mujeres vestidas de negro daban a las calles un insólito aspecto... Tras alcanzar ese punto extremo, la moda declinó en seguida, el “gran duelo” dejó de estar en boga y los vestidos de color devolvieron a las calles parisienses su aspecto característico de tiempos normales. Por lo que respecta a la respetable prensa burguesa -que no hacía mucho aún exaltaba “el estoicismo antiguo” de la mujer francesa-, exigía la elegancia como deber patriótico; ¡les guste o no, los clientes americanos vuelven a París en busca de nuevos ejemplos del gusto francés! Cuando los soldados que regresan del frente con permiso por seis días echan una mirada a su alrededor -y esto ocurre por regla general en el momento en que tienen que tomar el tren de vuelta al frente-, ven con estupor que la vida sigue su curso normal. La gente ha terminado por acostumbrarse a una guerra que, sin confesarlo a nadie, presienten que ha de durar mucho.
Al mismo tiempo, y bajo este cambio de actitud, se desarrolla un proceso de depauperación menos rápido, fundamental y constante que como un gusano mina las bases de la vida. El asfalto de las calles desaparece lentamente y es repuesto en casos muy raros; el gas se escapa de las farolas y aunque escasea el carbón que lo ha convertido en sustancia preciosa, nadie los arregla. Los cocheros y los conductores de taxi no dan abasto y pese a que varios centenares de emigrados rusos conducen automóviles, los choferes se han convertido en una clase aristocrática. Encima de los torreones, en los quioscos y en las tiendas, los relojes se paran uno tras otro, marcando la hora de todos los meridianos salvo el de París.
Las calles de la capital francesa jamás han brillado por su limpieza, pero ahora menos que nunca. Los famosos vehículos de latón, frente a los que Houdave y Duba realizaron sus curiosas encuestas periodísticas, envenenan el aire del verano como nunca. El número de perros ha crecido y la policía, que sabe comportarse de forma enérgica en otras circunstancias, se ve incapacitada para obligar a los perros a llevar el bozal y menos aún para que estén limpios. En distintos barrios de la ciudad hay terrenos rodeados de vallas y edificios sin terminar: sólo se construyen fábricas de guerra; las demás obras están como estaban el 2 de agosto de 1914: no hay nadie para construir, ni nadie para quién construir.
En unos pocos días, una vez que tras la humedad desagradable y gris de la primavera cedió el paso a los primeros calores, los bulevares, los jardines públicos y los parques de la ciudad se cubrieron de verdor repentinamente. Rejuvenecido, París se hizo más elegante en su maravilloso cortejo de plátanos, castaños y acacias. Pero no duró mucho. No había quien regase los bulevares, y las tiernas hojas de los árboles en vano mendigaron agua... El estuco de muchos edificios se iba cayendo: al no cobrar ya los alquileres, los propietarios dejaron de reparar los edificios. Los escaparates de numerosas tiendas permanecen rotos. Los vidrieros, que ahora venden su mercancía a precio de oro, vocean por las calles su trabajo lanzando gritos insoportablemente agudos. El correo trabaja con lentitud pasmosa: las cartas necesitan tres y cuatro días para el servicio interurbano, ¡cuando llegan! Recientemente, en el distrito XVIII, un buzón de cartas empotrado en una farola se desfondó. ¿Cuántos buzones como ése hay hoy en París? Esa es la melancólica pregunta que se hace la prensa.
Nunca está tan triste París como por la noche, cuando las luces de su fantástica vida nocturna, en tiempo de paz, resplandecen. En los primeros meses los cafés cerraban a las ocho; luego pudieron permanecer abiertos hasta las diez y media. El miedo a los zepelines hace que la gente ponga persianas en las ventanas y pantallas de colores a las lámparas; hasta el punto de que en las terrazas los clientes se sientan en la semioscuridad. En los hogares las persianas se bajan todas las noches pese a la atmósfera irrespirable. Escudriñando el aire, la policía toma nota de las ventanas iluminadas, y las porteras suben las escaleras de cuatro en cuatro, aterrorizadas, para llamar a la puerta de los infractores. De dos en dos, los gendarmes recorren en bicicleta las calles oscuras y silenciosas, pidiendo la documentación a los transeúntes que llaman su atención. La gente que quiere pasar un rato divertido tiene que esconderse. Por la noche se bebe champán en hoteles “amigos”, con los cerrojos echados. Para jugar al bacará o bailar un tango hay que descender a los sótanos y cerrar cuidadosamente puertas y ventanas. Los moralistas, condescendientes, ven satisfechos en tales precauciones totalmente involuntarias el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
En una calle como la de Mouffetard, París evidencia su atraso técnico y sanitario, su indigencia y su suciedad. Entre dos muros de piedra a cuyo pie se amontonan carretillas cargadas de legumbres podridas, zapatos irreconocibles, carne de caballo azulosa y toda clase de menudencias comestibles y no comestibles, en una acera estrecha, escarpada e irregular, en medio de tarrinas de mantequilla y carne, de cestas de fruta corrompida, en medio de una nube espesa de pesados olores, bullen ancianos de pantalones de pana chafada cayéndoles sobre los zuecos mientras mujeres de flácidos músculos (salvo los conservados por el trabajo), niños de mejillas chupadas y perros... Podrían reunirse de sobra todos esos elementos en un cuadro de conjunto: cada detalle vivo pregona elocuentemente la pobreza, la opresión, los nervios gastados por el miedo al hambre. ¡Oh París! ¡Oh trabajo! ¡Oh miseria!
El león de Belfort, pesada masa de metal, descansa sobre un zócalo de piedra. Bajo su pata hay una flecha de granito, mientras su cola pende como un poderoso resorte. Los pájaros han construido nidos en sus fauces entreabiertas y por entre los colmillos reales apunta la paja: nadie se ha encargado de quitar la paja de las fauces del león de Belfort.
No por eso dejan de seguir estando firmes, en su sitio, los incomparables monumentos de París; son incontables y dan a esa vieja ciudad espléndida y sucia una nobleza para la que no hay palabras. El espíritu de libertad, silueta reconocible, se alza por encima de nosotros en la plaza de la Bastilla. La República ocupa firmemente su plaza. Las palomas han dejado sobre la cabeza y manos de Danton restos, desde hace mucho tiempo sin borrar, de su intimidad con el tribuno revolucionario. Auguste Comte está ennegrecido de polvo y hollín frente a la Sorbona. Carlomagno y sus dos hijos, más limpios que otros, destacan en un fondo de verdor frente a Nôtre-Dame. Frente al Louvre se alza el monumento a la gloria de Gambetta, de estilo pomposamente rebuscado y sin alma, como el monumento a Waldeck-Rousseau en las Tullerías, y en general toda la estatutaria de la Tercera República. Nôtre-Dame, inviolable, llena de admiración al espectador cada vez que “por casualidad” se percibe esa creación de las manos del hombre. Marinetti, el gritón futurista italiano, quiere librar la superficie de la Tierra de todas las catedrales y todos los museos para preparar el camino a las nuevas formas de arte del porvenir. La artillería cumple con una parte de este programa de demolición. No hay duda de que tras esta liquidación, que, sin embargo, no se realiza según los cánones de la estética futurista, comenzará un capítulo nuevo de la historia humana, y por tanto un capítulo nuevo de la historia del arte, ya que el arte jamás ha tenido capítulos independientes. Cuando la humanidad del futuro vuelva sobre sí misma después de la guerra, la distancia histórica que la separará de la Edad Media, que ha encontrado una expresión tan perfecta en los arcos de Nôtre-Dame, habrá aumentado infinitamente. Pese a ello, o mejor precisamente por ello, la humanidad, capaz de crear nuevas formas de vida y de arte, curará todas sus llagas soportables por las viejas catedrales y los viejos museos... Es bueno que Nôtre-Dame exista.
Como todo lo que es perfecto, el patio del Louvre jamás cansa la vista por más que se contemple. ¡Qué armonía, qué concordancia tranquila han conseguido plasmar en los edificios del Louvre! En el Palais-Royal se siente la nostalgia de una época ida para siempre. En el arco triunfal de Napoleón está no sólo la vanagloria militar, sino también la potencia. Las estatuas y fuentes de las Tullerías descansan en una calma espléndida entre verdor y flores. Aquí sí riegan las plantas con solicitud y esas frescas avenidas son incomparables por las combinaciones cromáticas que ofrecen. La plaza de la Concordia expresa el espacio por medio de la piedra. Las libres perspectivas enmarcadas por la vegetación llevan el pensamiento más allá de la ciudad y, sin embargo, nada mejor expresa la belleza de la ciudad que esta plaza de la Concordia. Cuando se llega a este espacio libre, tras salir de la estación de la Concordia, después de abandonar el largo túnel del Metro que corre por debajo del Sena, queda uno agradablemente fascinado porque tal cosa exista y pueda ser contemplada. Los viejos señores que dormitan sobre sus periódicos en los bancos del jardín de las Tullerías, las mujeres que tejen mientras vigilan a sus niños que juegan, asombran por su indiferencia rutinaria; parece como si no se debiera venir aquí, como no se va al teatro o a una galería de arte trayendo consigo el trabajo o la lectura. En los días festivos, una multitud de gente que sale a tomar el aire se sienta en los bancos o en las sillas de alquiler de los Campos Elíseos, para contemplar con ojos de hastío los coches que pasan. En la avenida de los Campos Elíseos los edificios privados, vacíos, tienen aspecto de palacios; gran número de ellos se han transformado en hospitales, en institutos de reeducación física para mutilados, o en almacenes de artículos para las víctimas de la guerra. Ambulancias con la insignia de la Cruz Roja llevan y traen heridos. La plaza de la Estrella, gigantesca estrella de París, de donde salen doce avenidas, es uno de los puntos de encrucijada de la ciudad. El flujo y reflujo de su vida corren por sus doce arterias. Mientras la plaza de la Concordia expresa en el lenguaje arquitectónico la belleza del espacio, la plaza de la Estrella pone de relieve la armonía oculta en el caos del movimiento. París es magnífico.
El Barrio Latino es, antes que cualquier otro, el reino de la mujer. Apenas hay estudiantes. El famoso salón de baile Bullier está cerrado. Sin embargo, hay numerosas estudiantes, rusas incluso, de las que, como dice un periódico francés, poseen el arte secreto de vivir con veintiséis francos al mes... ¡Cuántas mujeres abandonadas, languideciendo entre lágrimas, que recurren a la lectura!. Nunca las mujeres “del pueblo” han leído tanto como ahora. Devoran cuanto cae en sus manos, cuanto puede distraerlas del tiempo presente; leen sobre todo novelas y obras de teatro, historias rosas, fantásticas, novelas policíacas... Evitan cuanto es posible, leer noticias del frente, limitándose a preguntar a sus hombres: ça va avec la guerre?, y ellos responden: Pas mal! Pas mal!, moviendo la cabeza de un modo peculiar. En la estación del Norte y en la del Este los trenes llevan y traen a los soldados con permiso. Muchos son esperados o despedidos por mujeres: madres, esposas, hermanas. Los hombres sin familia vagan por la estación solitarios y desesperanzados; desde que bajan las escaleras para ir a la calle son abordados por las prostitutas, firmes en sus puestos...
Urbain Gohier pide medidas terminantes para acabar con esas “envenenadoras de la salud física y moral”; pero su rigor es aún mayor contra los apaches. Durante el primer año de guerra habían desaparecido casi por completo; la criminalidad había descendido bruscamente y los cantores de la prensa empezaron a hablar del influjo regenerador de la guerra. Georges Brandès, completamente destronado por la prensa por su “neutralismo moral”, fue invitado con toda seriedad por uno de los periódicos más importantes a venir a París para que con sus propios ojos pudiese contemplar el grado de pureza que habían conseguido las costumbres... En este campo tampoco la reacción tardó mucho en producirse. Como en los demás puntos de la vida, el crimen despertó lentamente del letargo en que la guerra lo había sumido. A plena luz ocurrieron asesinatos y robos temerarios, además de combates entre las bandas. “¡Hay que limpiar París!”, clamó la prensa. En el crítico momento del paso del estado de guerra al de paz, los fomentadores de desórdenes y los criminales no deberían estar por las calles de la capital. “Gobernar es prever. Prever es limpiar”, tal es el aforismo de Urbain Gohier. Quizá el lector no conozca a este moralista; su prestigio le viene de sus panfletos contra el militarismo, el clericalismo y la reacción en el momento del affaire Dreyfus. Entonces sobresalía de entre los demás partidarios de Dreyfus por la mordacidad y brillantez de sus ataques contra el militarismo y el clericalismo; llegó incluso a atacar a Jaurès, denunciando su tendencia al compromiso. Pero no se mantuvo mucho tiempo en esta postura. Algo más tarde lo encontramos al lado de los nacionalistas, los antisemitas e incluso de los monárquicos. A lo largo de su paradójica carrera, la única constante es su odio lleno de celo hacia Jaurès. Hoy es uno de los escritores franceses más comprometidos con la policía y la reacción.
Pocos fueron los burgueses que el año pasado salieron de París durante el verano; y pocas mujeres se hicieron nuevos vestidos; se esperaba el rápido fin de la guerra y dejaban para entonces la compra de nuevos vestidos y chalés. La guerra no ha concluido, los vestidos se han ajado, el luto se ha vuelto insoportable y entre los que se han quedado rezagados -salvo los que se ven obligados a reunir sus energías para luchar contra el elevado coste de la mantequilla y del carbón, es decir, los habitantes de los barrios obreros- ha nacido un violento deseo de “disfrutar” en lo posible, en tiempo de guerra, de esta vida que se nos escapa de entre los dedos. Los sastres y las modistas afirman que nunca han encargado tantos trajes las mujeres de la burguesía como este año. Todos los chalets de las afueras y de la costa están llenos. De creer a Le Figaro, la temporada en Evián ha superado las previsiones más “optimistas”. Todas las clases de deportes conocen un auge sin precedentes. Los periódicos hablan del barón de Mantaschev (?), de Pierre Lafitte, de Sam Park, de Cana (?), de Fould, de Von Heickel (?), en suma, una verdadera internacional de alegres juerguistas; nunca se habían comprado tantas joyas. Los orfebres exhiben maravillosas combinaciones de diamantes y platino. Los diamantes no tienen sólo un fin ornamental, sino que constituyen un modo de inversión de capitales. Los valores no son seguros y están sometidos además a impuestos. ¡Quién sabe cuánto tiempo puede durar todavía la guerra y qué impuestos nos reserva el porvenir! Los diamantes, sin embargo, son siempre diamantes y el coleccionista podrá hacer frente a cualquier eventualidad. La gente de retaguardia se ha dado cuenta de que, de repente, ha envejecido como quien dice dos años, y quieren vivir “la vida”, de la que La Vie Parisienne trata de ofrecer una imagen.
Es ésa una publicación en la que no han dejado el menor rastro ni el impresionismo, ni el puntillismo ni el cubismo. Hace cien años, cuando los ejércitos aliados entraban en París para reinstaurar la dinastía “francesa”, los artistas de moda pintaban la elegancia intrigante con los mismos procedimientos y colores empleados por los artistas de hoy cuyas obras publica La Vie Parisienne. Hace cincuenta años que existe esta revista y que Taine, sí, el mismísimo Taine, trabajó en ella.
El conservadurismo de la vida cotidiana y de las formas de “arte” francesas (y eso pese a que las nuevas concepciones artísticas han nacido allí mismo, en París) es tan poderoso como el conservadurismo de las relaciones económicas. Francia, durante esta guerra, sufre poderosamente el aspecto negativo de este conservadurismo. La Vie Parisienne concede lugar preponderante a las historias satíricas y a las comedias sobre la vida de los nuevos ricos que, de creer a la revista, están perdidos a la hora de vestirse, escoger un chalet de verano y, en general, a la hora de conseguir un marco “respetable”. Es, en resumen, una sátira ligera, secuela del arte didáctico. Los nuevos ricos deben estar contentos con la revista: en primer lugar, porque encuentran bocetos divertidos de personas conocidas y además porque, sin sentirlo, van educando el gusto. Para dar una idea más completa de esta revista, debemos añadir que es fanáticamente monárquica, que hace campañas contra el parlamentarismo y los diputados, cuyo lugar, desde luego, debería estar en las trincheras; tales convicciones no impiden que uno de sus principales directores cobre un salario de subprefecto de la república. Este quisiera enviar a los diputados a las trincheras mientras él se quedaba en la trinchera confortable de su subprefectura.
A la guerre comme à la guerre, y los calaveras más juerguistas de la retaguardia no tienen más remedio que adaptarse a las fastidiosas restricciones. Falta personal en numerosos “círculos” importantes, y ese personal, por la complejidad y la delicadeza de su cometido, es más difícil de reemplazar que un cobrador de tranvía. Encuentran durante esta guerra la vida fácil los clientes de los “círculos”. Jugar a las cartas es una diversión semilegal: en el mejor de los casos, la moral patriótica de los directores de los “círculos” les lleva a cerrar sólo un ojo ante esta actividad. La opinión pública obtusa manifiesta, por razones poco claras, hostilidad contra los círculos al considerar que sus miembros, como dice Le Temps, son, aunque pertenezcan a la clase más selecta, haraganes, juerguistas y borrachos en su mayoría. La policía ha tenido que pedir incluso a los miembros de uno de los círculos más poderosos que no desayunen al aire libre, para no ofrecer a los transeúntes un espectáculo demasiado tentador. La prensa “seria” se enfada, solidaria como es de esos círculos respetables, la mayoría de cuyos miembros eran demasiado jóvenes en 1870 y ahora son demasiado viejos para dedicarse a aventuras marciales: “Por supuesto, todos estamos preparados para aceptar de buena gana hoy día las restricciones que la patria nos pide, pero ¿por qué abstenernos de jugar a las cartas o desayunar en el jardín?” Hay que añadir además que la caza ha sido prohibida. Era evidente durante los dos primeros otoños que no era muy adecuado disparar aquí sobre las piezas, mientras allá se disparaba sobre otro tipo de blancos. Al tercer otoño, la paciencia de los cazadores -esos que fueron demasiado viejos para la presente- se agotó y la prensa de la alta sociedad, que el año anterior había decretado la imposibilidad moral de cazar, demuestra con sobrada elocuencia que la caza a nadie perjudica y que los animales dañinos perjudican las tierras de labranza. En definitiva, la policía ha comenzado a argumentar no a favor de la caza, sino a favor... del exterminio de esos animales.
En líneas generales, pueden hoy encontrarse numerosas aplicaciones a la moral de aquel monje que bautizó a una liebre como pescado y se la comió en Cuaresma. El pasado año fueron prohibidas por las autoridades las carreras de caballos. Este año los que parecen impacientarse por volver al hipódromo no son los propietarios de los caballos, sino los caballos de carrera. Se dice que las carreras son necesarias para el mantenimiento de las mejores tradiciones ecuestres. Tras algunas dudas, las autoridades han permitido que se celebren en Caen no carreras propiamente dichas, sino “pruebas”, “encuentros hípicos”, según los denominan algunos periódicos; gracias a este cambio de nombre, se espera que las carreras de caballos no motiven amargas reflexiones en las trincheras.
Los cines, los teatros y los music-hall están casi siempre llenos; el público, cuya constitución considerada globalmente es muy democrática, está sumido en una nebulosa de apatía e indiferencia. Todos los espectadores dan la impresión de ser monstruosamente viejos y anacrónicos. Las obras, estrenadas antes de la guerra, parecen ahora hundidas en un lejano pasado. La música alemana ha sido prohibida y así triunfa el verboso y petulante Saint-Saëns, que de cuando en cuando, mediante cartas a Le Fígaro, recuerda a todo el mundo que la mejor música es la que lleva el sello de su casa.
Los espectáculos de las revistas tratan de seguir más de cerca los hechos actuales. La fuerza de la imaginación creadora, débil de por sí, limitada por la censura, los ha reducido a un conformismo tan claramente patriótico que no consigue atraer por mucho tiempo a los parisienses, ni siquiera a los provincianos o a los aliados, que tanto abundan. Quizá su contenido no haya sido nunca tan pobre como hoy. En el Concert Mayol se pasa una colección completa de vestidos y de ropa interior, procedentes en su mayor parte de un antiguo surtido. En el Folies-Bergère, el “número fuerte” lo forma, ¡hoy, en 1916!, una procesión de crinolinas, levitas de colores y chisteras de 1860. Una de las secuelas seguras de esta guerra es haber echado por tierra el arte.
En los cines, las películas de guerra ocupan un lugar relativamente reducido. Las películas patrióticas sobre temas alsacianos de agua de rosas han pasado rápidamente de moda. Dramas familiares y comedias con adulterio festivo en las películas francesas; en las americanas, detectives irreprochables; en todas, ninguna relación con la realidad. La mayoría de ellas son viejas; han sido pasadas antes y no resisten la prueba del tiempo; a su modo, la pantalla testimonia del proceso de empobrecimiento técnico y cultural. El pueblo no está triste, sino aletargado y en cierto modo ajeno. La gente se marchita esperando el gran vacío que debe llenar su vida personal, mientras la época tiende fuertemente las fuerzas colectivas. Buscan consuelo o distracción; encuentran un asiento, miran y escuchan pasmados y al día siguiente vuelven a encontrar lo mismo. Sólo los sábados se puede encontrar un público vivaz que aprecia lo que se le ofrece en los pequeños teatros de barrio: jóvenes obreros y, sobre todo, obreras que tras una semana de trabajo intenso desea oír, ver y reír. Las obras con que París divierte a ese público no honrarían siquiera a Jitomir. Ernest Pacra, director de un pequeño teatro llamado “La Chanson”, compone él mismo los vaudevilles en dos actos, en colaboración con cualquier periodista, cuya ayuda es necesaria para corregir las faltas de ortografía. Pacra es un “auténtico parisense de París”, según dicen los carteles; hijo de Montmartre, aprendiz de joyero, aprendiz de grabador, cantante “lírico” en teatros baratos, cartógrafo militar, ha terminado como director de pequeños teatros. Le seul directeur qui respecte le public presenta a un novio calavera que no tiene ni botines de charol ni chistera la víspera de su boda, pero sí un viejo servidor astuto y fiel. El viejo tuno, auténtico actor del faubourg consigue robar una chistera en un café dejando pasmado al público que el director Pacra “respeta”.
Los “horrores” que presenciaba en el Gran Guiñol durante los últimos años un público esencialmente burgués e intelectual, son ahora para los pequeños burgueses que se han quedado el verano en París, para algunos soldados de permiso que vienen con sus mujeres y sus hijos. También aquí casi todas las obras son viejas. Se enseñan al público los horrores de una muerte lenta en un castillo misterioso donde se han reunido varios millonarios que han contraído la lepra. Los horrores quedan en parte suavizados si los comparamos con la época en que vivimos. Cuando en medio de la oscuridad el personaje trepa al escenario para arrancar un valioso collar a una millonaria roída por la lepra, el público estalla en carcajadas, en señal de desprecio por la oscuridad, por la letra y por todos los esfuerzos hechos para impresionarles con esos efectos. Pocos son los espectadores que aplauden cuando cae el telón sobre las contorsiones, las máscaras negras y los cadáveres. En el célebre “Caveau de la République” no hay un solo asiento libre los sábados. El público, democrático y compuesto principalmente por obreros, ocupa todos los asientos y la entrada: “Aquí no es como en la ópera, con un telón y todos esos cachivaches”, dice el director que desplaza el escenario ayudado por un mozo y lo empuja hasta los pies de los espectadores para dar cabida a una docena de recién llegados. “Aquí, como pueden ver, todo está claro.” Un cantante declama versos indecentes sobre Jojó (Francisco José), cuenta que los alemanes sueñan con inspeccionar el interior del Obelisco, imaginando desde luego que está hueco, y habla de Gustave Hervé, que se convirtió en diputado de la reacción después de la guerra. Estos temas casi políticos quedan ahogados bajo una trama de sentimentalismo, erotismo y pornografía. Como es de esperar por parte de un buen chansonnier francés, casi no tiene voz, y cuando un barítono de buena voz ocupa repentina e inesperadamente el escenario, resulta que se llama ¡Wolf! -gran pecado-, lo que obliga al incansable director a explicar que el cantante nada tiene que ver con la conocida agencia telegráfica alemana.
Al salir del teatro, del cine o del cabaret, la gente se encuentra de nuevo con la calle oscura, y si llueve, tiene que tener cuidado para no meter el pie en los agujeros de la calzada.
Pocos coches. En las estaciones del Metro, montones de gentes regresan a sus casas. Muchas mujeres con niños, a los que han llevado al cine; muchos hombres con muletas. Cansadas, las revisoras pican los billetes, ayudan a los mutilados a encontrar asiento. Las porteras, hoscas, no se dan mucha prisa en abrir a los inquilinos, que, amparados en la moratoria, no pagan ya el alquiler a los desdichados propietarios.