martes, 18 de diciembre de 2012

Miguel de Unamuno: Altuna, el amigo vasco de Rousseau




IGNACIO MANUEL DE ALTUNA, EL AMIGO VASCO DE ROUSSEAU

Mientras estuvo Juan Jacobo Rousseau en Venecia, como secretario del conde de Montaigu, embajador de Francia, ligose en amistad con dos españoles: Carrió y Altuna. La primera vez que en sus Confesiones nombra a éste le llama “el virtuoso Altuna”, y aunque la idea que de la virtud tenía el patriarca del romanticismo resulta, a bien leer sus confesiones,  bastante diferente de la que hoy casi todos los espíritus normales tienen de ella, Altuna debió de ser, en efecto, un hombre virtuoso. En París volvió a encontrarle.
“Había hecho conocimiento en Venecia —nos dice— con un vizcaíno amigo de un amigo de Carrió y digno de serlo de todo hombre de bien”. Le llama  vizcaíno, que ha solido equivaler a vascongado. Porque Altuna era de Azcoitia, en Guipúzcoa. Pero a Íñigo de Loyola, guipuzcoano también, se le llamaba corrientemente vizcaíno y Cervantes llama vizcaíno a Sancho de Azpeitia. Hasta hace muy poco apenas se llamaba a los vascos todos españoles de otro modo que vizcaínos.
 Altuna, aquel “amable joven”, como le llama en su estilo Rousseau; Altuna, nacido para todos los talentos y todas las virtudes, acababa de dar la vuelta a Italia para tomar gusto a las bellas artes y quería volverse ya a su patria. Probablemente sería músico como lo fue el Altuna que puso en notas, si es que no la compuso él mismo, la música del “Guernicaco arbola”, que cantó Iparraguirre por primera vez en un café de la Red de San Luis de Madrid. Rousseau le dijo a Altuna al conocerle que las artes no eran más que una distracción para un ingenio como el suyo, hecho para cultivar las ciencias, y le aconsejó para que tomase gustos a éstas, un viaje de seis meses de demora a París. Lo creyó y fuese a París, donde le encontró luego Rousseau.
En eso de que el ingenio de Altuna le pareciera a Rousseau más adecuado para las ciencias y no para las bellas artes, se ve que éste descubrió bien al vasco. El pragmatismo, el didactismo, el pedagogismo del espíritu de mi casta vascongada no se prestan bien al puro desinterés estético. La menguada honradez de la que con malicioso, pero seguro tiro, llamó Menéndez y Pelayo “la honrada poesía vascongada” proviene de su impureza estética. El sectarismo que nos domina, querámoslo o no a los vascos, nos excluye de la pura contemplación estética, indiferente a consecuencias de verdad o de bien. Íñigo de Loyola, el vasco, fundó una compañía que no tiene oficio de canto en el coro y que sólo cultiva la música —lo mismo que las demás artes— con fines pedagógicos para mejor seducir a las muchedumbres.
Al llegar Rousseau a París fuese a vivir con Ignacio Manuel de Altuna, encontrándole en el hervor de los “altos conocimientos”. “Nada estaba por encima de su alcance —nos dice—, devoraba y digería todo con una prodigiosa rapidez.” El ansia de saber atormentaba a Altuna. Hiciéronse Rousseau y él íntimos. Sus gustos no eran los mismos; disputaban siempre. Tercos ambos, jamás estaban de acuerdo sobre cosa alguna, y con ello no podían separarse el uno del otro, y contrariándose sin cesar, ninguno de los dos hubiera querido que el otro fuese de otro modo. Y he aquí, por lo que hace a Altuna, rasgos bien característicos de su raza.
Tercos lo somos los vascos, a más no poder, y la terquedad es acaso la primera de nuestras virtudes. Y en aquella mi bendita tierra, he conocido no pocas fuertes y duraderas amistades fundadas en discrepancia de opiniones y de gustos; he conocido no pocas parejas de amigos íntimos unidas por la necesidad de discutir, fundadas en una especie de guerra civil. ¿Y no llevamos acaso cada uno de nosotros un campo de guerra civil en nuestra conciencia? ¿No discutimos con nosotros mismos? Lo que se funda, a mi ver, en un último fondo de incertidumbre y duda, de recelo acaso. El dogmatismo del vasco tiene una raíz de íntima desconfianza. Estudiando bien a Íñigo de Loyola se verá a un hombre que trata continuamente de convencerse a sí mismo y no un inconsciente convencido.
“Ignacio Manuel de Altuna, -nos dice Rousseau-, era uno de esos hombres raros que sólo España produce y de los que produce demasiado pocos para su gloria.” El concepto y no por halagador para nuestra patria, me parece menos justo. Hay un temple de raros espíritus que apenas se producen por ahí fuera.
“No tenía —sigue diciendo del vasco el ginebrino— esas violentas pasiones nacionales comunes en su país; la idea de la venganza no podía entrar en su mente más que el deseo en su corazón. Era demasiado activo para ser vengativo y le he oído decir a menudo con mucha sangre fría que ningún mortal podía ofender su alma.” Aquí Rousseau coteja al español que conoció directa y personalmente con el tipo convencional y legendario del español que le era conocido de lejos e indirectamente. Pasiones violentas en este nuestro país. Que cotejen a Mío Cid, el del viejo poema castellano, al anterior, al del romancero, con el Cid de Corneille. No, el español de España, y menos el vasco, no es el de la leyenda dramática.
“Era galante sin ser tierno” —añade Rousseau. Lo que en plata quiere decir que en cosas de sensualidad, de sensualidad más que de amor, aunque Rousseau los confundiera, Altuna era frío. No se le ocurría como al pobre filósofo ginebrino apetecer casi todas las mujeres jóvenes con que se encontrara. Rousseau no conoció querida alguna a su amigo. En su retórica romántica, decía de él que las llamas de la virtud de que su corazón estaba devorado no permitieron jamás hacer a las de sus sentidos. Mas yo, vasco al igual que Altuna, creo poder asegurar que la virtud del azcoitiano no era de llamas, y que las supuestas llamas no le devorarían el corazón. La virtud de Altuna debió de ser ante todo, y sobre todo, salud, robusta salud, salud de cuerpo, salud de espíritu. Y la salud no es febril. Y nuestra fuerza, la de los vascos, es salud. Nuestra terquedad misma lo es.
“Después de sus viajes —agrega Rousseau—, se ha casado; ha muerto joven; ha dejado hijos, y estoy persuadido, como de mi existencia, de que su mujer es la primera y la única a la que ha hecho conocer los placeres del amor.” También nosotros estamos persuadidos de ello, pues que lo estaba el protegido de “mamá” la baronesa de Warens y amante de Teresa, la madre de los hijos hospicianos de Juan Jacobo. Creemos que Altuna, aunque muerto joven, era un hombre sano, un vasco repleto de salud.
“Al exterior —prosigue el ginebrino—, era devoto como un español, pero por dentro era la piedad de un ángel.” Rousseau, nacido y criado en un ambiente de la más rabiosa gazmoñería, pues no hay gazmoñería mayor que la de origen calvinista ni hipocresía más refinada que la puritana, no concebía que la devoción exterior se uniese a la piedad interior. En mi bendita tierra vasca, sin embargo, encuéntrase uno a cada paso con almas tan piadosas por dentro cuanto devotas por fuera.
“Fuera de mí —dice Rousseau—, no he visto más que él que sea tolerante desde que existo.” Sólo que Rousseau era tolerante por débil, por enfermo, y Altuna debió de serlo por fuerte, por sano. No se ha informado jamás de nadie de cómo pensaba en materia de religión. Que su amigo fuese judío, protestante, turco, gazmoño, ateo, poco le importaba, siempre que fuese hombre honrado. Obstinado, tozudo en opiniones indiferentes, desde que se trataba de religión, aun de moral, se recogía, se callaba o decía sencillamente: “yo no tengo cargo más que de mí mismo”. Honrado y sano, Altuna, mi paisano, ¡excelente cristiano!
Si ignacio Manuel de Altuna pudiese hoy resucitar y volver a su tierra, a su Azcoitia, a su Guipúzcoa, encontraría las cosas algo cambiadas. En sus tiempos, allá a mediados del siglo XVIII, la cristianísima Guipúzcoa era una tierra liberal, y en ella se formaba la generación al que perteneció Idiáquez, el conde de Peñaflorida, también azcoitiano, aquella generación liberal y progresista que fundó la primera Sociedad de Amigos del País y el Seminario de nobles de Vergara, aquella generación que había, sin duda, recibido savia, por corrientes subhistóricas, de los hugonotes vascos —entre los que Juan de Lizárraga, el que primero puso en vascuence los Evangelios—, y acaso de los jansenistas, pues vasco fue también el abate de Saint-Cyran, el fundador de Port-Royal. Si hoy Ignacio Manuel de Altuna volviese a su nativa tierra se la encontraría infestada por el espíritu jesuítico, degeneración del loyolano, y que se le pregunta a uno antes de relacionarse con él si es judío, protestante, turco, beato o ateo, como si cada uno estuviese más encargado del prójimo que de sí mismo.
La nueva diputación de Vizcaya, en su mayoría nacionalista, acaba de acordar que se consagre el Señorío al Sagrado Corazón de Jesús, a este culto pagano y materialista que no es sino una degeneración de la verdadera devoción católica, a este culto barroco, que sólo ha podido medrar donde la falta de sentimiento estético ha hecho enfermar de histeria espiritual al alma.
Quien compare las visiones puramente intelectuales de Santa Teresa de Ávila con las materiales —¡y tan materiales!— de la beata Margarita María de Alacoque, la de Paray-le-Monial, la que mirando por la llaga del costado de Cristo, como por el objetivo de un cosmorama, vio como un prado amenísimo (¡así!), quien compare eso podrá ver la diferencia. Y luego se ha discutido en la amenísima diputación provincial de Vizcaya si la leyenda de los emblemas del Corazón de Jesús estaría en castellano, que es hoy la lengua de la mayoría de los vizcaínos, o si en vascuence. Y la pondrán, estamos de ello seguros en ese volapük o esperanto “euskádico” que ni los que se han criado hablando vascuence lo entienden. ¿Qué diría de todo esto Ignacio Manuel de Altuna, el amigo íntimo de Rousseau, si resucitase?
“Es increíble —prosigue el ginebrino— que se pueda asociar tanta elevación de alma con un espíritu de detalle llevado hasta la minucia. Dividía y fijaba de antemano el empleo de su jornada por horas, cuartos de hora y minutos, y seguía esta distribución con tal escrúpulo que si hubiera sonado la hora mientras leía habría cerrado el libro sin acabar.” También lo creemos sin que Rousseau no los jure; también conocemos este rasgo de salud de nuestra raza. Sabemos cuál es la base de la laboriosidad de nuestro pueblo vasco, de este pueblo “corto en palabras pero en obras largo” que dijo Tirso, de Molina. Condición de secretarios, y para secretarios decía Cervantes que hemos nacido los vizcaínos. ¿Y no es nuestro secretarismo lo que ha explotado la compañía que fundó Íñigo de Loyola e informó Acquaviva?
Altuna “jamás molestaba a nadie: soportaba que se le molestase; trataba bruscamente a las gentes que por cortesía querían molestarle.” ¡Y cuántos nos molestan con su cortesía! ¿Hay hombre más molesto que el que se pasa de fino? Altuna  “se irritaba sin enojarse» (“Il était emporté sans être boudeur”). “Le he visto —dice su amigo— a menudo encolerizado pero no lo he visto jamás enfadado (“faché”). ¡Hombre sano! Camoens hablaba (Lucíadas, canto IV, estrofa 11) de
a gente biscainha, que carece
de polidas razoes e que as injurias
muito mal dos estranhos compadece.
¡Y hay quien nos llama misántropos! ¿Misántropos? “Nada era tan alegre como su humor —nos dice de Altuna su amigo íntimo—, entendía burlas y le gustaba burlarse y hasta brillaba en ello teniendo el talento del epigrama. Cuando se le animaba era barullero y hablador, su voz se oía de lejos, pero mientras gritaba se lo veía sonreír y, a través de sus arrebatos, se le ocurría algún chiste que hacía reír a todo el mundo.” También esto lo conocemos: también conocemos la sana alegría de nuestro pueblo. ¡Cómo nos la estropean ahora, con esas pueriles gazmoñerías, caricatura del verdadero y sano buen humor, del buen humor de los ordenados luchadores!...
Altuna no tenía ni lo que Rousseau creía ser la tez española, ni la flema; tenía la piel blanca, las mejillas coloradas, el cabello de un color castaño casi rubio; era alto y bien formado. Un buen “guizón” de Azcoitia.
Sabio de corazón así como de cabeza, “sage de coeur ainsi que de tête” le llama Rousseau. Quien intimó tanto con nuestro paisano que formaron el proyecto de pasar sus días juntos, y Rousseau debería algunos años ir a Azcoitia para vivir con Altuna, en la tierra de éste, que es la nuestra. ¿Y qué hubiera sido de él si el pobre filósofo ginebrino, perdido en la Francia de Voltaire y de Diderot, hubiera ido a vivir en la apacible Guipúzcoa, entre hombres sanos que aliaban la devoción con la piedad, y a los que no les devoraba, las entrañas la sensualidad de la carne? Pero disertar sobre esto es como disertar sobre lo que habría sido de Napoleón si en vez de ser vencido hubiera él vencido en Waterloo.
En estos días, de hondísima crisis para nuestra patria española, cuando está acaso rompiendo un capullo de siglos para salir a volar al aire lleno de sol de la civilización europea, porque los pueblos luchan ahora contra el imperialismo opresor, el haberme encontrado con Ignacio Manuel de Altuna en las Confesiones de Rousseau me ha sido un consuelo. Altuna estaría hoy, si viviese, del lado de la democracia y la libertad, del lado en que está la Francia en que formó su mente.

La Nación, Buenos Aires, 10 de septiembre de 1917.