sábado, 24 de mayo de 2014

Del prólogo a La mujer pobre de Léon Bloy

Léon Bloy - La mujer pobre
Todo empezó una mañana del sombrío invierno parisino de 1867, cuando un joven anarquista de veintitrés años, obsesionado por el temor a la locura y tentado por el suicidio, se cruzó en la Rue Rousselet con uno de los mejores escritores de su tiempo, estilista incomparable, dandy supremo, católico y monárquico. El inicio del diálogo no pudo ser más breve ni más desconcertante:

—¿Qué quiere, joven?
—Contemplarlo, señor.

Los actores de esta escena eran Léon Bloy y Jules Barbey d'Aurevilly, quienes, con tales palabras, dieron inicio a una amistad a la que sólo la muerte de Barbey pondría fin, veinte años después.

La influencia que el viejo escritor ejercería sobre el muchacho sería tan radical como definitiva. Bloy no tardó en convertirse al catolicismo; durante un año, mientras se ganaba la vida como podía, aprendió latín a la perfección e hizo de la lectura de la Vulgata su pan cotidiano; se compenetró con la obra de los pensadores contrarrevolucionarios del pasado reciente, como Joseph de Maistre, Thomas Carlyle y José Donoso Cortés; adquirió, bajo la tutela de su singular maestro, una sólida y sorprendente cultura alejada de todas las corrientes literarias y filosóficas de su tiempo.

Los años que siguieron le aportaron otros elementos esenciales: la convicción de que estaba predestinado a escribir una obra por la que tendría que sacrificarlo todo, lo que lo indujo a buscar, para sobrevivir, trabajos ocasionales que le asegurasen un mínimo sustento —y cuando no pudo trabajar pidió ayuda, exigió, mendigó; el encuentro, en 1877, con Anne-Marie Roulé, una prostituta con la que vivió una apasionada aventura amorosa que llegaría a la exaltación mística y que, con su desenlace trágico, daría origen, diez años más tarde, a su novela El desesperado; la primera peregrinación a la montaña de La Salette, en 1879, en compañía del abate Tardif de Moidrey, en base a cuyos métodos exegéticos Bloy desarrollaría más tarde un personalísimo sistema de interpretación simbólica de la historia; la publicación, cuando ya tenía más de treinta y ocho años de edad, de su primer libro, El revelador del Globo Terráqueo, ensayo poético dedicado a ensalzar la figura de Cristóbal Colón y promover su causa de beatificación, con un entusiasta prefacio de Barbey d’Aurevilly; su inesperado casamiento, en mayo de 1889, con la danesa Johanna Molbech; el inicio, en 1892, del que sería uno de los diarios más extensos de la literatura, y de cuya enorme masa, aún en proceso de publicación integral desde 1996, extraería siete volúmenes.

Todos estos elementos y muchos otros, incluso los más nimios (avatares de la vida de un hombre que conoció la miseria, el hambre, la pertinaz falta de éxito, la muerte de dos de sus hijos pequeños, la enemistad activa de muchos y la admirativa fidelidad de unos pocos), contribuyeron a conformar una vastísima obra que, mal conocida aún, es sin lugar a dudas una de las mayores de la lengua francesa.

Las dificultades que tenazmente lo acosaron en vida, sin embargo, no debían terminarse con ella. En su patria, cuando ya no fue posible ignorarlo, se pretendió hacer de él casi todo y todo lo contrario: un reaccionario y un anarquista; un furibundo denostador del pueblo hebreo y un denunciador, no menos furibundo, del antisemitismo; un católico intransigente y un herético luciferino; un desesperado y un místico; prueba flagrante de la imposibilidad de clasificar (en un país que, como escribió Borges, se interesa quizás menos en la literatura que en la historia de la literatura) a un inclasificable por naturaleza, y no tanto del afán por ganarlo para la propia causa como de la incomodidad de sentir siempre su presencia perturbadora en la orilla opuesta.

Buen ejemplo de lo que precede es la accidentada elaboración, en 1988, de un número especial de la prestigiosa revista Les Cahiers de l’Herne dedicado a Bloy. Una dificultad inesperada, aunque quizás no tan impredecible, amenazó con hacer zozobrar el proyecto: casi ninguno de los intelectuales franceses de aquel entonces quería ver asociado su nombre al de un escritor muerto setenta años antes. Pierre Glaudes, el mayor especialista actual de la obra de Bloy, pudo preguntarse qué era lo que hacía de éste “l’irrécupérable par excellence”: un infrecuentable, el último de los malditos. Veintiséis años más tarde, la situación apenas ha cambiado. Distintos libros suyos vuelven a estar disponibles en su país, pero uno de ellos, Le Salut par les Juifs —ensayo escrito, oh ironía, con el fin de atacar los panfletos antisemitas de Édouard Drumont—, tuvo que enfrentar en noviembre de 2013 una condena judicial por antisemitismo que obligó a expurgar su más reciente reedición.

Curiosamente, la obra de Léon Bloy ha sido siempre más estimada fuera de su país. Josef Florian, traductor moldavo, se la hizo conocer a Kafka, quien vio en el escritor francés el igual de los Profetas del Antiguo Testamento; el joven Borges, estudiante en Ginebra, leyó sus libros con avidez y se nutrió de algunos de los temas de quien, no obstante, tan poco se le parecía; el padre Leonardo Castellani lo consideró “un santo más impaciente que el Buen Ladrón”; en su Memorias, Julien Green nos ha transmitido la admiración apasionada que, a principios del siglo XX, sentía por Bloy su madrina irlandesa; un deslumbrado Ernst Jünger devoró, durante los años de la ocupación alemana de París, su monumental Journal.

Léon Bloy fue en su época, y sigue siéndolo en la nuestra, el autor de una obra tan intemporal como incandescente, siempre capaz de despertar lo que Georges Bernanos llamó “el miedo inmenso de los bienpensantes”.

Abril de 2014. ISBN: 978-987-3725-01-2
Traducción, prólogo y notas de