lunes, 9 de marzo de 2015

Alexandra David-Néel: El puñal encantado



Según los tibetanos, no sólo los animales son susceptibles de estar “poseídos”; los objetos insensibles también pueden estarlo.



Más adelante veremos los procedimientos gracias a los cuales los magos creen que pueden hacer que su voluntad entre en los objetos. Por otra parte, se dice que ciertos objetos que fueron usados en los ritos de magia no deben ser conservados en casa de laicos o de monjes no iniciados, por temor a que los seres peligrosos que fueron subyugados con ellos se venguen en el actual propietario si éste ignora la manera de defenderse.




Le debo a esa creencia popular la posesión de algunas piezas interesantes. Muchas veces, quienes habían heredado ese tipo de objetos me rogaron que los librase de ellos.




Un día la suerte me tocó de manera lo bastante singular para merecer que lo cuente. Durante un viaje me encontré con una pequeña caravana de lamas y, charlando con ellos, como es común en esos caminos donde escasean los viajeros, me enteré de que llevaban con ellos un purba, es decir, un puñal mágico, que había sido causa de varias calamidades.




Ese utensilio ritual había pertenecido a un lama que había sido el jefe de todos ellos y que había muerto hacía poco. El puñal comenzó sus fechorías cuando todavía estaba en el monasterio: de tres religiosos que lo tocaron, dos murieron y el tercero se quebró una pierna al montar a caballo. El asta de una de las grandes banderas de bendición plantadas en el patio del monasterio se rompió por entonces, lo que constituía un muy mal presagio. Aterrados, pero sin animarse a destruir el purba por miedo a mayores desgracias, los monjes lo encerraron en un armario, en el cual se empezaron entonces a oír ruidos. Al final, se decidieron a colocar el objeto nefasto en una pequeña gruta aislada, consagrada a una divinidad, pero los pastores de esa región, que viven en tiendas de campaña, amenazaron con una oposición activa. Traían a cuento la historia de un purba que —nadie sabía dónde ni cuándo— se había puesto solo en movimiento en el aire, hiriendo y matando a cantidad de personas y animales.


Los desdichados poseedores del puñal mágico, cuidadosamente encerrado en una caja y envuelto en papeles escritos con conjuros, parecían extraordinariamente afligidos. Sus rostros angustiados me eran obstáculo para cualquier mofa. Además, yo me sentía llena de curiosidad por ver el arma embrujada.
—Permítanme ver el purba —les dije—. Quizás encuentre alguna manera de ayudarlos.
Los monjes no se atrevían a sacarlo de la caja, pero al fin, luego de una larga conversación, me permitieron que lo sacase yo misma. Era una pieza muy antigua e interesante; sólo los monasterios más importantes tienen purbas de ese tipo. El deseo de poseerlo comenzaba a despertar en mí; quería tenerlo, pese a que los lamas por nada del mundo lo hubieran vendido. Tenía que reflexionar y encontrar una idea.
—Acampen ustedes con nosotros esta noche —les dije a los viajeros—, y déjenme el purba, a ver si se me ocurre algo.
Mis palabras no constituían ninguna promesa pero la perspectiva de una buena cena y de un momento de charla con mis sirvientes, para distraerse de sus preocupaciones, terminaron por decidirlos.
Cuando cayó la noche me alejé de las tiendas, llevando ostensiblemente conmigo el puñal, cuya presencia fuera de la caja y sin que yo estuviese presente hubiera aterrorizado a los crédulos tibetanos.
Cuando pensé que estaba lo suficientemente lejos, clavé en la tierra el instrumento que era causa de tanto desasosiego y me senté encima de una manta, pensando qué podría decirles a los lamas para persuadirlos de que me lo cediesen.
Allí estaba desde hacía algunas horas, cuando me pareció ver dibujarse la forma de un lama cerca del lugar donde había clavado el puñal mágico. Lo vi avanzar e inclinarse cuidadosamente; una mano salió lentamente de debajo del manto en el que el personaje, que me parecía borroso en las tinieblas, estaba envuelto, y se alargó para apoderarse del purba. De un salto, me puse de pie y, más rápida que un ladrón, lo agarré la primera.
Bueno, no era yo la única tentada por el puñal. Entre los que querían deshacerse de él había alguien menos ingenuo que sus compañeros, que conocía su valor y quería venderlo a escondidas. Debía pensar que yo me había dormido. Seguramente, habrá pensado, no me daría cuenta de nada. Al día siguiente, la desaparición del puñal hubiese sido atribuida a algún tipo de intervención oculta, y una anécdota nueva habría nacido. Realmente era una lástima que un plan tan bien concebido no tuviese éxito. Pero yo aferraba el arma mágica con tanta fuerza en mi mano crispada que los nervios, excitados por el suceso y estimulados por la presión de la carne sobre las asperezas del mango de cobre repujado, me daban la impresión de que se movía un poco por sí misma... ¿Y el ladrón? ... A mi alrededor, la llanura tenebrosa estaba desierta. El bribón, pensé, habrá huido mientras yo me agachaba para arrancar el puñal del suelo.



Fui corriendo hasta las tiendas. Era muy simple, el que no estuviese allí o llegase detrás mío, ese tenía que ser el pillo. Me encontré con que todos estaban despiertos, recitando textos religiosos para protegerse contra los poderes malévolos. Le dije a Yongden, mi compañero, que viniese a mi tienda.


—¿Cuál de ellos salió del campo? —le pregunté.
—Ninguno —me respondió—. Están todos casi muertos de miedo. Hasta me tuve que enfadar porque, para hacer ciertas necesidades, no se atreven a alejarse lo suficiente...
Yo había sido, entonces, víctima de un espejismo, pero eso mismo podía llegar a serme útil...
—Oigan —les dije a todos— lo que acaba de ocurrirme...
Con toda franqueza les hice el relato del espejismo que había tenido y de las dudas sobre su probidad que eso había hecho brotar en mí.
—Es nuestro gran lama, sin lugar a dudas, es él —dijeron todos—. Quería retomar su puñal y quizás la habría matado si hubiese podido apoderarse de él. Ah, señora, usted es una verdadera iniciada, aunque para algunos sólo sea una extranjera. Nuestro padre y jefe espiritual era un mago poderoso y sin embargo no pudo recuperar su purba. Quédese con él, puede conservarlo ahora, ya no le hará daño a nadie.
Hablaban todos juntos, con excitación, al mismo tiempo aterrados porque el lama mago, mucho más temible desde que pertenecía al otro mundo, había pasado tan cerca de ellos, y dichosos porque se habían librado del puñal encantado.
Yo estaba feliz como ellos, pero por otra razón: el purba era mío por fin. Sin embargo, por honestidad no quise aprovecharme de su turbación para arrebatárselo.
—Piénsenlo —les dije—, quizás fue una sombra la causa de mi engaño... Quizás me adormecí sentada y todo fue un sueño.
Ni siquiera quisieron escuchar esa explicación. El lama había venido, yo lo había visto, él no había podido recuperar el purba, por lo cual yo era, gracias a mi poder superior, la propietaria legítima del puñal... Confieso que me dejé convencer fácilmente.