viernes, 13 de marzo de 2015

Colette: La mano

Se había adormecido reclinado sobre su joven esposa y ella soportaba con orgullo el peso de esa cabeza de hombre, rubia y arrebolada, de ojos cerrados. Él había deslizado su brazo enorme bajo el torso ligero, bajo la cintura adolescente, y su fuerte mano descansaba abierta sobre las sábanas junto al codo derecho de la joven. Ella sonrió al ver aquella mano de hombre que aparecía allí, solitaria y alejada de su dueño. Luego dejó errar la mirada por la habitación en penumbras. Una lámpara velada dejaba caer sobre el lecho su luz carmesí.
"Demasiado feliz como para dormir", pensó.
Demasiado conmovida, también, y sorprendida de a ratos por la situación nueva en que se hallaba. Sólo hacía quince días que llevaba la vida escandalosa de las recién casadas, que saborean la dicha de vivir con un desconocido del cual se enamoraron. Conocer a un hermoso muchacho rubio, viudo reciente, experto aficionado al tenis y al remo, casarse con él un mes después: su aventura conyugal no tenía casi nada que envidiarle a un rapto sentimental. Todavía, mientras permanecía despierta al lado de su marido, como esta noche, solía cerrar los ojos largamente y luego abrirlos para disfrutar, sorprendida, con el color azul de los cortinajes novísimos en lugar de aquel rosa suave que, en su habitación de soltera, dejaba pasar la luz del nuevo día.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo dormido que descansaba junto a ella, y ella, con la encantadora autoridad de los seres débiles, cerró aún más el brazo izquierdo alrededor del cuello de su marido. Él no se despertó
"¡Qué largas tiene las pestañas!”, pensó.
Y, también para sus adentros,  elogió la boca, graciosa y fuerte, la tez de ladrillo rosa, y hasta la frente, ni ancha ni noble, pero todavía libre de arrugas.
La mano derecha de su marido, junto a ella, se estremeció a su vez, y ella sintió, bajo el arco de su cintura, el viviente brazo derecho sobre el que descansaba.
"Soy pesada… Querría levantarme y apagar la luz. Pero duerme tan bien…"
El brazo se torció una vez más, débilmente, y ella ahuecó la espalda para hacerse más ligera.
"Es como si estuviese acostada sobre un animal", pensó.
Dio vuelta la cabeza sobre la almohada y miró la mano que descansaba a su lado.
"¡Qué grande es! Es cierto que yo apenas le llego al hombro."
La luz, deslizándose en los bordes de una corola de cristal azulino, chocaba contra esa mano y hacía visibles los más pequeños relieves de la piel, exageraba los poderosos nudos de las falanges y las venas hinchadas por la compresión del brazo. En la base de los dedos, un vello rojizo se curvaba como espigas bajo el viento; y las uñas chatas, cuyas estrías no habían sido borradas por la lima, brillaban bajo una capa de barniz rosado.
"Le diré que no se ponga barniz en las uñas", pensó la joven. "El barniz, el carmín, no le van a una mano… a una mano… tan…"
Un eléctrico sacudón atravesó la mano y dispensó a la joven de encontrar un adjetivo. El pulgar, horriblemente largo, en forma de espátula, se puso rígido y se alineó estrechamente junto al índice. De tal manera que la mano tomó, de pronto, una expresión simiesca y crapulosa.
—¡Oh! —dijo en voz baja la joven esposa, como si se encontrase delante de algo vergonzoso.
La bocina de un automóvil que pasaba hirió el silencio con un clamor tan agudo que pareció ser algo luminoso. El durmiente no se despertó, pero la mano ofendida se incorporó, se crispó en forma de cangrejo y se puso a esperar, lista para el combate. El sonido desgarrador se fue apagando y la mano, distendiéndose poco a poco, dejó caer sus pinzas, se transformó en un blando animal, doblado de través, agitado por débiles espasmos semejantes a los de una agonía. La uña chata y cruel del pulgar demasiado largo brillaba. Una desviación del meñique, que la joven nunca había notado, se hizo visible, y la mano tendida mostró, como un vientre rojizo, su palma carnosa.
—¡Y yo besé esa mano!… ¡Qué horror! Entonces, ¿nunca la había mirado?
La mano, turbada por un mal sueño, pareció responder a aquel sobresalto, a aquel asco. Juntó todas sus fuerzas, se abrió por entero, extendió sus tendones, sus nudos y su vello rojizo como un bárbaro ornamento de guerra. Luego, replegándose lentamente, agarró la sábana, hundió en ella sus dedos curvos y apretó, apretó con el metódico placer de un estrangulador…
—¡Ah! —gritó la joven.
La mano desapareció; el brazo enorme, liberado de su carga, se transformó al instante en cinturón protector, muralla tibia contra todos los terrores nocturnos. Pero a la mañana siguiente, a la hora de la bandeja sobre la cama, del chocolate espumoso y del pan tostado, ella volvió a ver aquella mano, pelirroja y colorada, y el abominable pulgar curvado sobre el mango del cuchillo.
—¿Quieres esta tostada, querida? La estoy preparando para ti.
La joven se estremeció y sintió que se le erizaba la piel en la parte alta de los brazos y a lo largo de la espalda.
—¡Oh!, no… no…

De inmediato ocultó su miedo, se doblegó a sí misma con valentía; y, dando comienzo a su vida de duplicidad, de resignación, de diplomacia vil y delicada, se inclinó y, humildemente, besó la mano monstruosa.