domingo, 14 de junio de 2015

Marcel Proust: Fiesta en casa de Montesquiou

http://delamirandola.com/titulos/122-el-caso-lemoine-y-otros-pastiches
En julio de 2012, Ediciones De La Mirándola publicó El caso Lemoine y otros pastiches de Marcel Proust. De ese volumen provienen estas páginas, publicadas por Proust en Le Figaro el 18 de enero de 1904, con el seudónimo de Horatio.


FIESTA EN CASA DE MONTESQUIOU EN NEUILLY
(Fragmentos de las Memorias del duque de Saint-Simon)



POCOS días más tarde, Montesquiou me invitó a su casa de Neuilly, que estaba cerca de la del señor duque de Orleáns, que me quería mostrar. Fui con los duques de Luynes, de Noailles, de Lorges, de Gramont, con las duquesas de La Rochefoucauld y de Rohan. Era hijo de T. de Montesquiou, que era muy conocido de mi padre y de quien hablé en su momento, y el hombre más ocurrente que he conocido, con un aire de príncipe como nadie lo tiene, el rostro más noble, ya harto sonriente, ya harto grave, con el porte de un hombre de veinte años a los cuarenta, el cuerpo esbelto, es poco decir, erguido y como echado para atrás, que a decir verdad se inclinaba cuando se le ocurría hacerlo, con gran afabilidad y reverencias de toda suerte, pero volvía bastante pronto a su posición natural, que estaba toda hecha de orgullo, de altivez, de intransigencia de no doblegarse ante nadie y no ceder en nada, hasta caminar derecho hacia adelante sin preocuparse por quien pasa, llevándoselo por delante sin parecer verlo, o, si quería hacerlo enojar, mostrando que lo veía, que estaba en el camino, siempre rodeado por un montón de personas de la mayor calidad e inteligencia a las que a veces les hacía una reverencia a derecha e izquierda, pero a las que, las más de las veces, como se dice, las ignoraba olímpicamente, sin verlas, con los ojos clavados delante de él, siempre hablándoles sumamente alto y sumamente bien a sus íntimos que se reían enormemente de tas las cosas graciosas que decía, y con mucha razón, como he dicho, ya que era ocurrente más allá de lo que se puede imaginar. Sumaba a esto el ingenio más grave, más singular, más brillante, con gracias que nadie más que él tenía y que todos cuantos lo trataron intentaron copiar y adoptar, a menudo sin quererlo y a veces incluso sin darse cuenta, pero sin que ninguno lograse hacerlo, o a lo sumo dejaban trasuntar en sus pensamientos, en sus discursos y casi en el aspecto general de la letra y el sonido de la voz que eran en él ambas sumamente singulares y sumamente hermosas, algo así como un barniz suyo que se reconocía de inmediato y mostraba con su ligereza y su indeleble superficie que tan difícil era no tratar de imitarlo como conseguirlo. En su momento hablaremos de sus versos, que casi no hay ningún entretenimiento en Versalles, en Sceaux y en otras partes que no se engalane con ellos. Y desde hace algunos años, como las duquesas han tomado la costumbre de ir allí, las mujeres de la ciudad las imitan según una mecánica conocida, haciendo ir a sus casas actores que los recitan, con el objetivo de atraer a algunas de ellas, muchas de las cuales, por aplaudirlos, irían hasta la Sublime Puerta. No había aquel día ninguna recitación en su casa de Neuilly, sino la reunión, como sólo se daba en su casa, tanto de los poetas más famosos como de la más selecta gente de bien y de buen tono, y, de parte suya, para cada uno y delante de todos los objetos de su casa, multitud de expresiones siempre admirables en él, con ocurrencias harto numerosas y harto singulares, una sola de las cuales hubiera bastado para crear una comedia, y que a todos dejaban maravillados.
Había a menudo a su lado un español cuyo nombre era Yturri y al que yo había conocido cuando mi embajada en Madrid, como ya se ha dicho. En tiempos en que casi nadie aspira a otra cosa que a poner de relieve el propio mérito, tenía el que en verdad es sumamente raro de emplear todo el suyo en hacer que mejor brillara el de este conde, en ayudarlo en sus búsquedas, en sus relaciones con los libreros, hasta en el cuidado de su mesa, y no encontraba fastidiosa ninguna tarea con tal que ésta le ahorrase alguna, siendo la suya tan sólo, si se puede decir, la de escuchar y hacer resonar a lo lejos los dichos de Montesquiou, así como lo hacían esos discípulos que acostumbraban tener siempre con ellos los antiguos sofistas, tal como resulta evidente de los escritos de Aristóteles y de los discursos de Platón. El tal Yturri había conservado las maneras ardientes de los de su país, los que con motivo de todo no obran sin tumulto, cosa de la que Montesquiou lo reprendía harto a menudo y con suma gracia, para alegría de todos y muy en primer lugar del mismo Yturri, que riéndose se disculpaba del ardor de la raza y se guardaba de cambiar éste en nada, ya que así como era gustaba. Era conocedor como pocos de objetos de antaño, por lo que muchos aprovechaban para ir a verlo y consultarlo a tal respecto, hasta en el retiro que se habían hecho nuestros dos ermitaños y que estaba situado, como he dicho, en Neuilly, cerca de la casa del señor duque de Orleáns.
Montesquiou invitaba sumamente poco y sumamente bien, a todos los mejores y los más grandes, pero no siempre a los mismos, y esto deliberadamente, ya que jugaba con toda seriedad a ser rey, con favores y desgracias hasta la injusticia escandalosa, pero todo aquello sostenido por un mérito tan sin par y tan reconocido que todo se le toleraba —pero a algunos de manera harto fiel y harto regular, a los que uno casi siempre estaba seguro de encontrar en su casa, cuando ofrecía algún entretenimiento, como la duquesa de Rohan, como dije más arriba, la señora de Clermont-Tonnerre, que era hija de Gramont, nieta del célebre ministro de Estado, hermana del duque de Guiche, que tenía una fuerte inclinación, como se ha visto, por la matemática y la pintura, y la señora de Greffuhle, que era una Chimay, de la célebre casa principesca de los condes de Bossut. Su nombre es Hénnin-Liétard y ya he hablado de ellos a propósito del príncipe de Chimay, al que el Elector de Baviera hizo que Carlos II le diese el Toisón de Oro y que se convirtió en yerno mío gracias a la duquesa Sforza, tras la muerte de su primera mujer, hija del duque de Nevers. No dejaba de estar apegado a la señora de Brantes, hija de Cessac, de la que ya se ha hablado harto a menudo y harto bien, y de su rostro delicado como un retrato, que muchas veces volverá en el curso de estas Memorias, y siempre con sobrados elogios y harto merecidos, y a las duquesas de la Roche-Guyon y de Fezensac, de la que aún no se había hablado y que era de la casa de Montesquiou. Ya he hablado bastante de ésta a propósito de su cómica quimera de descender de Faramundo, como si su antigüedad no fuera lo bastante grande y no estuviese lo bastante reconocida como para que fuese necesario embrollarla con fábulas, y de la otra a propósito del duque de La Roche-Guyon, primogénito del duque de La Rochefoucauld y beneficiario del derecho de sucesión de sus dos cargos, el extraño presente que recibió del señor duque de Orleáns, de la nobleza con que eludió la trampa que le tendió la astuta maldad del primer presidente de Mesmes y de la boda de su hijo con la señorita de Toiras. Mucho se veía allí a la señora de Noailles, mujer del último hermano del duque de Ayen, hoy duque de Noailles, y cuya madre es La Ferté. Pero tendré ocasión de hablar más detenidamente de ella, como de la mujer de más bello genio poético que su siglo haya visto y probablemente todos los demás, y que ha renovado y puede decirse que ampliado el milagro de la célebre Sévigné. Sabido es que lo que digo de ella es pura equidad, ya que bastante conocen todos en qué términos acabé por estar con el duque de Noailles, sobrino del cardenal y marido de la señorita de Aubigné, sobrina de la señora de Maintenon, y bastante me he explayado en su momento sobre sus solapadas intrigas en mi contra hasta hacerse junto con Cornillac abogado de los consejeros de Estado contra las personas de calidad, su habilidad en engañar a su tío el cardenal, en acosar al canciller D'Aguesseau, en cortejar a Effiat y a los Rohan, en prodigarle las mercedes enormes del señor duque de Orleáns al conde de Armagnac para hacerle desposar a su hija, después de haberle hecho perder a ésta el primogénito del duque de Albret. Pero he hablado demasiado de todo esto como para volver a mencionarlo, y de sus siniestros tejemanejes contra Law y cuando la conspiración del duque y de la duquesa del Maine. Muy distinto, y a tantas generaciones de distancia, por otra parte, era Mathieu de Noailles, que se había casado con aquella de que aquí se trata y a la que ha hecho famosa su talento. Era la hija de Brâncoveanu, príncipe reinante de Valaquia, a quien allá llaman hospodar, y tenía tanta belleza como genio. Su madre era una Musurus, que es el nombre de una familia muy noble y muy de las primeras de Grecia, a la que habían hecho sumamente ilustre diversas embajadas numerosas y distinguidas y la amistad de uno de aquellos Musurus con el célebre Erasmo. Era el orgullo de un marido que encontraba el medio, pese al brillo enceguecedor de una tal mujer, capaz de apagar, muy a pesar suyo, todo mérito en torno a ella, de dejar que se viese el suyo, que era, a decir verdad, sumamente raro y sumamente distinguido, y el hombre de bien más cabal que yo he visto en mi vida. Pero de él hablaré en su momento.

  Es copia exacta del original:
  Horatio.

Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
http://delamirandola.com/presentacion