lunes, 14 de agosto de 2017

Alfred Jarry: Los cinco sentidos


LOS CINCO SENTIDOS

I

EL TACTO

Envuelto en una toalla como en una pequeña mortaja la momia de un mono, lo llevo a través de la sombra viscosa cuyas blandas cortinas se apartan a mi paso. Y los músculos deben hacerse más fuertes para caminar en esta oscuridad que repele los cuerpos como el agua al corcho. Mis pies reciben de las baldosas un roce doloroso, y la lima del granito viene a morderme las suelas. Alargo los brazos para apartar la sombra hasta las paredes de la sala, y mis dedos chocan con largos cilindros irregulares. A la izquierda y a la derecha hay que guardar los huesos ramiformes, y a veces la mano se espanta al tocar los fláccidos pechos resecos: la corteza de las momias cae, en placas, como de un plátano; y quizás van a adherírseme, emergiendo de esos árboles ennegrecidos, las dríades esqueletos. Pero las garras de sus manos no me lastiman. Sigue estando allí el Feto que me han encargado llevar a un sitio de honor entre sus iguales; y su cuerpo, poco antes de níspero arrugado, da a mis manos, que acaban de palpar huesos, una impresión suave de esmalte. Y, hendiendo la sombra con el hombro como con una proa, lo llevo, respetuoso, acurrucado en mis manos juntas, como un Buda de porcelana.

II

EL OLFATO

Lo llevo a través del temblor sin forma y sin color del polvo muerto. El aire se puebla de espíritus invisibles pero no inmateriales: un polvo sutil sube de los huesos en efluvios y me precede como la luminosa columna mística. Los pliegues de la toalla en que lo llevo baten el aire con su simún; y las trombas de arena irritadas se vuelven hacia mí y me ahogan. Los pasos acompasados en las escaleras sin fin acompasan la danza de la arena; y los átomos íncubos vienen a repiquetearme en las narices a intervalos regulares, como el flujo de un mar, y las corroen con la acre quemadura del amoníaco. Es el acompañamiento sordo de una marcha india; y, zarandeado en la punta de mis brazos inconscientes, el Feto acurrucado se agazapa y se duerme, hamacado por el oleaje de los dromedarios.
El árido polvo reseca la garganta; he debido de beber hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, beber a grandes tragos un odre lleno. Porque aún tengo en mis manos ese odre arrugado, aplastado y endurecido; y suben de él tufos de cosas resecas. ¡Un poco de aire, por lo menos, de aire húmedo que me oculte el cielo pesado de esas bóvedas impenetrables! Y la ventana hace girar su timón en el mar de aceite negro. Todo es negrura, los astros han huido irreparablemente del cielo, y la negrura es por todas partes absoluta, sin atisbo de agitación verdosa.

III

EL OÍDO

El viento alegre se precipita por la ventana abierta, y pasa sobre la sombra con un roce grave, como sobre una cuerda de contrabajo. Gime al atravesar los matorrales y los bosquecillos de huesos que adivino por su tintineo de caderas; y la noche encerrada en las jaulas de loros de las costillas baritonea, como el aire en los toneles anillados o los ataúdes claveteados. Agita suavemente la cornamenta frondosa de un ciervo gigantesco, y los follajes palpitan como alas de calaveras. Y las largas flautas eólicas de los cetáceos, series de vértebras empalmadas con virolas de cobre, esperan a quien las haga sonar. Arañas que huyen rasguñan el suelo con sus pequeñas garras; y tan nítida es la percepción de todos esos ruidos, que aun se distingue entre ellos como giran en las órbitas los ojos de nada de los esqueletos.
En el abridor del frasco abierto el viento sopla oblicuo; es el sonido puro y líquido del alcohol con sus pequeñas olas. Y como me está prohibido encender una llama, voy a cumplir mi misión en las sombras, con un remordimiento artero, como quien desde la orilla va a arrojar al desprevenido que pasa a los profundos remolinos.
Al igual que los lobos marinos que se zambullen, y que a cada zambullida emiten un hipo ronco, botellas negras que se llenan, cae en la húmeda prisión de cristal. Y luego de un choque contra el chato trampolín de la superficie, desciende suavemente, suavemente, como un globo estratosférico que aterriza. Me parece que lo hubiera arrojado en un pozo, y que por cobardía me sintiera orgulloso de tener la mano lo bastante fuerte para cerrar un pozo con una tapa lacrada.

IV

LA VISTA

El farol se entreabre y sopla resplandor, y aparecen los altos cielorrasos y las paredes desnudas; y los peldaños de las escaleras y sus sombras se destacan alternativamente, blancos y negros como un teclado. Y a la vuelta del camino circular vuelve a aparecer aquel gran ciervo en el que oí soplar el viento. Detrás, hasta donde se pierde la vista, trota pesadamente una jauría de perrazos esqueletos, a los que instintivamente cedo el paso. Behemots de cabezas bestiales, de colmillos en número diverso, azuzan su manada; pero no se oye repiquetear en las losas sus pezuñas hendidas, ya que unos rastreadores invisibles los mantienen fijos a las paredes mediante correas y yugos de cobre. Cepos de cobre paralizan todos sus miembros y ataduras también de cobre detienen sobre sus patas desesperadas al gran ciervo que huye precipitadamente frente a ellos, el gran ciervo de Cornamenta extravagante. Sus órbitas vacías nos siguen como la mirada circular de un retrato demasiado fotográfico; el leviatán descarnado, “osamenta” de Rafael, querría darse vuelta para mordernos; pero cinco manos de bronce surgidas del suelo, como pilares de catedral, mantienen rígida su larga espina dorsal de nave en construcción. Los seres sabáticos están paralizados en sus convulsiones: pero el hombre ha perdido la esperanza de cerrar alguna vez el abismo espía de sus párpados. Y sobre las paredes muy claras, detrás de la delgadez de los huesos, quedan paralizadas también las sombras, como recortes pegados de papel negro.
…En verdad, si bien me parecía cometer un crimen, estaba muy equivocado. El Feto se ha dilatado en su jarrón como un ramo de flores que alguien riega. Y hay burbujas de aire, irritadas e irisadas a la luz cruda de la lámpara, que permanecen adheridas a los pliegues aún no alisados de su rostro. Sus párpados se abren, sus labios se separan esbozando una vaga sonrisa. Ha conservado aire en las orejas como un insecto acuático que se zambulle. Sus ojos y su boca me miran con esa mirada mística con el que a uno lo inquietan ciertas máscaras de pasta de vidrio. Pero mis dedos torpes agitan el jarrón, las burbujas se sueltan, y me quedo boquiabierto delante de la cara tonta de bebé que se despliega.

V

EL GUSTO


Mi lámpara ha tachonado de puntos claros los dientes de los monstruos más cercanos. Las lechuzas embalsamadas, detrás de su máscara de terciopelo blanco perforada por ojos como estuches de peine, abren sus picos de tijeras. La infinita manada de los cuadrúpedos escuálidos se echa como un perro que mendiga un hueso, y la inmensa jauría espera su pitanza. Los esqueletos colgados de la calavera, inmutablemente derechos y correctos, abren sin hacer ruido sus labios amarillos, sonriendo como gourmets, y las momias juntan sus arqueadas rótulas de cascanueces pardos. Sólo soy el camarero principal que les trae, inconsciente, un entremés para su próxima bacanal — puesto que, en el cristal del frasco, en el estante del armario con puertas de vidrio, ya hinchado de alcohol claro, se expande el Feto como un gran fruto de las Islas.

ALFRED JARRY - Poema en prosa incluido en  Les Minutes de sable mémorial.


 Alfred Jarry - El amor en visitas

LES CINQ SENS

I

Le Tact

Roulé dans une serviette comme dans un petit linceul la momie d’un singe, je l’emporte à travers l’ombre visqueuse dont mon passage écarte les rideaux mous. Et les muscles doivent se faire plus forts pour marcher dans cette obscurité, qui repousse les corps comme l’eau le liège. Mes pieds reçoivent des dalles un frôlement douloureux, et la lime du granit vient mordre les semelles. J’étends les bras pour écarter l’ombre jusqu’aux murs de la salle, et mes doigts se heurtent à de longs cylindres irréguliers. À droite et à gauche il faut ranger les os branchus, et parfois la main s’effraie au contact flasque de poitrines desséchées : l’écorce des momies tombe, par plaques, comme d’un platane ; et peut-être vont s’attacher à moi, émergées de ces arbres brunis, les dryades squelettes. Mais leurs paumes griffues m’épargnent. Il est toujours là, le Fœtus qu’on m’a chargé de porter en place honorable parmi ses pareils ; et son corps, naguère de nèfle ridée, à mes mains qui viennent de palper des os donne l’impression douce de l’émail. Et, fendant l’ombre de l’épaule ainsi que d’une proue, je l’emporte respectueux, accroupi dans mes mains jointes, comme un Bouddha de porcelaine.


II

L’ Odorat

Je l’emporte à travers le tremblement sans forme et sans couleur de la poussière morte. L’air se hante d’esprits invisibles mais non immatériels : une poudre ténue monte des os en effluves et me précède comme la lumineuse colonne mystique. Les plis de la serviette où je l’emporte battent l’air de leur simoun ; et les trombes de sable irritées se retournent et m’étouffent. Les pas rythmés sur les escaliers sans fin rythment la danse des sables ; et les atomes incubes viennent tambouriner mes narines à intervalles réguliers, comme le flux d’une mer, et les corrodent de l’âcre brûlure de l’ammoniaque. C’est l’accompagnement sourd d’une marche indienne ; et ballotté au bout de mes bras inconscients, le Fœtus accroupi se tapit et s’endort, bercé par la houle des dromadaires.
La sèche poussière tarit la gorge ; j’ai dû boire il y a longtemps, bien longtemps, boire à longs traits une outre pleine. Car je la tiens encore cette outre fripée, affaissée et racornie dans mes mains ; et des relents de choses desséchées en montent. Au moins de l’air, de l’air humide que me cache le ciel lourd de ces voûtes impénétrables ! Et la fenêtre tourne son gouvernail dans la mer d’huile noire. Tout est noir, les astres sont irréparablement fuis du ciel, et le noir est absolu partout, sans nul clapotement glauque.

III

L’ Ouïe

Par la fenêtre ouverte le vent joyeux se précipite, et passe sur l’ombre avec un frottement grave, comme sur une corde de contrebasse. Il gémit en traversant les fourrés et les taillis d’os que je devine à leur cliquetis d’anche ; et la nuit enfermée dans les cages à perroquets des côtes barytonne, comme l’air dans les tonneaux cerclés ou les cercueils qu’on cloue. Il agite doucement les andouillers feuillus d’un cerf gigantesque, et les frondaisons palpitent comme des ailes de tête de mort. Et les longues flûtes éoliennes des cétacés, séries de vertèbres rabouties par des viroles de cuivre, attendent qui joue. Des araignées qui délogent écorchent le sol de leurs petites griffes ; et de tous ces bruits la perception est si nette, qu’on distingue encore parmi se tourner dans les orbites les yeux de néant des squelettes.
Dans la clef du bocal ouvert, le vent souffle oblique ; c’est le son pur et liquide de l’alcool avec ses petites vagues. Et comme il m’est interdit d’allumer une flamme, je vais remplir ma mission dans l’ombre, avec un remords recel, comme qui va jeter de la berge aux profonds remous le pante qui passe.
Tels les otaries qui plongent, et à chaque plongeon poussent un hoquet rauque, bouteilles noires qui s’emplissent, il tombe en l’humide prison de verre. Et après un choc sur le plat tremplin de la surface, il descend doucement, doucement, comme un ballon qui atterrit. Il me semble que je l’ai jeté dans un puits, et que par lâcheté je suis fier d’avoir la main assez forte pour fermer un puits d’un couvercle cacheté à la cire.

IV

La Vue

Le falot bâille et souffle la lueur, et apparaissent les hauts plafonds et les murs nus ; et les marches des escaliers et leurs ombres se détachent alternatives, blanches et noires comme un clavier. Et au détour du chemin circulaire se représente ce grand cerf où j’avais entendu souffler les vents. Derrière, à perte de vue trotte lourdement une meute de molosses squelettes, à qui instinctivement je livre passage. Béhémoths aux têtes bestiales, aux défenses en nombre divers, pressent leur troupeau ; mais l’on n’entend point cliqueter sur les dalles leurs sabots fendus, car des piqueurs invisibles les tiennent rivés au mur par des laisses et des carcans de cuivre. Des ceps de cuivre paralysent tous leurs membres et des liens de cuivre encore arrêtent sur ses jarrets éperdus le grand cerf qui détale devant eux, le grand cerf aux Bois extravagants. Leurs orbites vides nous suivent comme le regard circulaire d’un portrait trop photographique ; le léviathan décharné, « carcasse » de Raphaël, se retournerait pour nous mordre ; mais cinq mains de bronze jaillies de terre comme des piliers de cathédrale maintiennent rigide sa longue échine de vaisseau qu’on construit. Les êtres sabbatiques sont figés dans leurs convulsions : mais l’homme a désespéré de clore jamais l’abîme espion de leurs paupières. Et sur les murs très clairs, derrière les minceurs des os, se figent aussi les ombres, comme des découpures collées de papier noir.
...Vraiment, s’il me semblait commettre un crime, c’était bien à tort. Il s’est épanoui dans son vase comme un bouquet qu’on arrose. Et des bulles d’air, irritées et irisées, sous la clarté crue de la lampe, restent accrochées aux plis non encore défaits de sa face. Ses paupières s’écartent, ses lèvres s’ouvrent en un vague sourire. Il a emporté de l’air aux oreilles comme un insecte d’eau qui plonge. Ses yeux et sa bouche me regardent de ce regard mystique dont vous inquiète tel masque en pâte de verre. Mais mes doigts maladroits agitent le vase, les bulles s’envolent, et je reste béant devant la figure bête de poupard de caoutchouc qui s’étale.


V

Le Goût

Ma lampe a piqué de points clairs les dents des monstres les plus proches. Les effraies empaillées, sous leur masque de velours blanc percé d’yeux en étui de peigne, ouvrent leur bec de ciseaux. L’infini troupeau des quadrupèdes décharnés se couche comme un chien qui quête un os, et l’immense meute attend la curée. Les squelettes pendus par le crâne, immuablement droits et corrects, ouvrent sans bruit leurs lèvres jaunes en des sourires de gourmets, et les momies rapprochent leurs cagneuses rotules de casse-noisettes bruns. Je ne suis que le maître d’hôtel qui leur apporte inconscient un hors-d’œuvre pour leur prochain sabbat — car, en le cristal du bocal, sur la tablette de l’armoire vitrée, déjà ballonné d’alcool clair, s’épanouit le Fœtus comme un gros fruit des Îles.