lunes, 21 de agosto de 2017

Arthur Symons: El genio satánico de Baudelaire

2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya primera parte tenemos el gusto de publicar hoy.



EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE

I
El genio de Baudelaire es satánico; tiene, en cierto sentido, la visión de Satanás. Ve, en el pasado, las lujurias de los Borgias, los pecados y los vicios del Renacimiento; las escasas virtudes que florecen como flores y malezas en burdeles y altillos. Ve la vanidad del mundo con un gusto moderno más fino que Salomón; puesto que su imaginación es anormal, y divinamente anormal. En esta edad de vergüenzas infames, no tiene vergüenza. Su carne resiste, su intelecto es impecable. Elige sus propios placeres delicadamente, sensiblemente, como reúne sus exóticas Fleurs du Mal, que son un mundo en sí mismas —ni una Divina Comedia ni una Comédie humaine, sino un mundo moldeado por él mismo.

Su pasión vívidamente imaginativa, con sus instintos de inspiración, recibe la ayuda de una voluntad firme, una reserva, una intensidad de concepción, una implacable insolencia, un sentido agudo del valor exacto de cada palabra. En el sentido bíblico podría haber dicho de sus propios versos: “Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. La obra, como el hombre, es sutil, extraña, compleja, mórbida, enigmática, refinada, paradójica, espiritual, animal. Para él una fragancia significa más que un ocaso, un perfume más que una flor, los demonios tentadores más que los ángeles desprovistos de seducción. Ama el lujo así como ama el vino; un cuadro de Manet así como el abanico de una mujer.

Fascinado por el pecado, nunca se deja engañar por sus emociones; ve el pecado como el Pecado Original; estudia el pecado tal como estudia el mal, con una lógica severa; encuentra en el horror una especie de atracción, así como la había encontrado Poe; rara vez en las cosas repelentes, salvo cuando su sentido de lo que yo llamo un moralista lo lleva a moralizar, como en su terrible poema Une charogne. Se apiada de la miseria, odia el progreso. Es analítico, es un sabio casuista, a quien puedo comparar con el formidable jesuita español Tomás Sánchez, que escribió en latín sus Aphorismi matrimonio (1629).

Su alma flota en una música que no surge de ningún instrumento humano, sino de cuerdas que tañe el Diablo, al son de la cual bailan ciertas marionetas vivientes de un modo grotesco, siguiendo ritmos nunca oídos, siguiendo el sonido de violines que hacen sonar espíritus malignos en los aquelarres. Algunas se balancean en el aire, como muertos colgados en patíbulos, y, mientras sus huesos se entrechocan en el viento, uno ve a Judas Iscariote, que vuelve del infierno para el disfrute de un momento, mientras gesticula viendo esos rostros gesticulantes.

Les Fleurs du Mal es la creación más curiosa, sutil, fascinante y extraordinaria de todo un mundo que alguna vez se haya hecho en los tiempos modernos. Baudelaire pinta el vicio y la degradación más profundos con cinismo y con piedad, como en el poema al que me he referido, en el cual el culto del cadáver es la sensualidad del ascetismo o el ascetismo de la sensualidad: la manía de los faquires; material por su pasión, cristiano por su perversidad.

Y, en cierto sentido, es nuestro moderno Catulo; en sus furias, sus negaciones, sus alaridos, su paganismo, su inconcebible pasión por la carne de la mujer; sin embargo, Lesbia es por siempre Lesbia. Aun así, Baudelaire, en su Franciscae meae Laudes, y de manera menos incisiva pero con igual sentido sensual del esplendor del sexo, hace un magnífico elogio en latín de una modista culta y piadosa, que termina:

Patera gemmis corusca,
Panis salsus, mollis esca,
Divinum vinum, Francisca.

Y alaba la lengua latina de la Decadencia en estos términos: « Dans cette merveilleuse langue, le solécisme et le barbarisme me paraissent rendre les négligences forcées d’une passion qui s’oublie et se moque des règles. » [“En esta maravillosa lengua, el solecismo y el barbarismo, según me parece, expresan las negligencias forzadas de una pasión que no se controla y se burla de las reglas.”]

Don Juan aux enfers es un Delacroix perfecto. En la Danse macabre está presente el ritmo universal de los bailarines que bailan la Danza de la Muerte. La misma muerte, en su extremo horror, pálida, perfumada con mirra, mezcla su ironía con la locura de los hombres mientras baila el Aquelarre del Placer. Nos muestra la infame manada salvaje de los vicios en forma de reptiles; nuestro enemigo mayor, el Ennui, es ce monstre délicat. Hay vampiros, tormentos de los condenados en vida; Le Possédé con su grito desgarrador que brota de sus mismas entrañas: Ô mon cher Belzébuth ! je t’adore ! Y hay algunos, más sutiles y silenciosos, que parecen moverse, suavemente, como los pies de la Noche, al son de una débil música, o bajo la mortaja de un crepúsculo.

Les Fleurs du Mal crecen en suelo parisino, cosas exóticas que muestran al tacto y a la vista los signos extraños, sigilosos y obsesivos de la corrupción de la tierra o del cuerpo. En el sentido de la belleza de Baudelaire hay una cierta rebelión, una enfermedad espiritual, que puede traer con ella el aire caldeado de un aposento o la atmósfera embriagadora del oriente. Desde Villon en adelante, nunca fue más adorada o aborrecida la carne de la mujer. Conscientes ambos del pecado original del unique animal —la simiente de nuestra degradación moral—, Villon crea a su Grosse Margot y Baudelaire a Delphine et Hippolyte. La de Villon es una muchacha que ayuda en la cocina, y, en la Balada, se alza ante la mirada asombrada del lector un Burdel tan infame, tan sucio, tan abominable como un Lupanar romano. Y esto viene después de su suprema y consumada alabanza de la decrépita vejez del cuerpo de una ramera: Les Regrets de la Belle Heaulmière. Es una de las cosas inmortales que existen en el mundo, que sólo puedo comparar con la estatua de bronce de Rodin: iguales encarnaciones, ambas, de la concepción simbólica de que el pecado introdujo la vergüenza en la carne de la primera mujer.

« Que m’en reste-il ? Honte et Péché : »

grita cada boca, grita hasta el final de la eternidad de la tierra.

En las Femmes damnées de Baudelaire está presente el alma sufriente de la enfermedad fatal del espíritu: esa enfermedad sexual para la que no hay remedio: la peligrosa y estéril divinización lesbiana de la carne por la carne, la unión de carne con carne, virginal o no virginal. Con un vano deseo, ese deseo que existe más allá de toda satisfacción posible, el deseo de una total aniquilación de cuerpo con cuerpo en ese éxtasis que nunca puede alcanzarse absolutamente sin la carne del hombre, se debaten, sin llegar a la consumación ni siquiera mediante los espasmos de sus deseos infructíferos. Viven sólo con una vida de deseo, y esa obsesión las ha llevado, más allá de los saludables límites de la naturaleza, hasta la violencia de una perversidad que a veces es casi demencial. Y toda esta carne afligida y torturada se consume en ese febril deseo que sólo les deja un breve espacio para la satisfacción del mismo.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.


I
Baudelaire's genius is satanical; he has in a sense the vision of Satan. He sees in the past the lusts of the Borgias the sins and vices of the Renaissance; the rare virtues that flourish like flowers and weeds, in brothels and in garrets. He sees the vanity of the world with finer modern tastes than Solomon; for his imagination is abnormal, and divinely normal. In this age of infamous shames he has no shame. His flesh endures, his intellect is flawless. He chooses his own pleasures delicately, sensitively, as he gathers his exotic Fleurs du Mal, in itself a world, neither a Divina Commedia nor Une Comédie Humaine, but a world of his own fashioning.
His vividly imaginative passion, with his instincts of inspiration, are aided by a determined will, a selfreserve, an intensity of conception, an implacable insolence, an accurate sense of the exact value of every word. In the Biblical sense he might have said of his own verse: "It is bone of my bone, and flesh of my flesh." The work, as the man, is subtle, strange, complex, morbid, enigmatical, refined, paradoxical, spiritual, animal. To him a scent means more than a sunset, a perfume more than a flower, the tempting demons more than the unseductive angels. He loves luxury as he loves wine; a picture of Manet's as a woman's fan.
Fascinated by sin, he is never the dupe of his emotions; he sees sin as the Original Sin; he studies sin as he studies evil, with a stem logic; he finds in horror a kind of attractiveness, as Poe had found it; rarely in hideous things, save when his sense of what I call a moralist makes him moralize, as in his terrible poem, Une Charogne.He has pity for misery, hate for progress. He is analytic, he is a learned casuist, whom I can compare with the formidable Spanish Jesuit, Thomas Sanchez, who wrote the Latin Aphorismi Matrimonio (1629).
His soul swims on music played on no human instrument, but on strings that the Devil pulls, to which certain living puppets dance in grotesque fashion, to unheard-of rhythms, to the sound of violins strummed on by evil spirits in Witches' Sabbats. Some swing in the air, as hanged dead people on gallows, and, as their bones rattle in the wind, one sees Judas Iscariot, risen out of Hell for an instant's gratification, as he grimaces on these grimacing visages.
Les fleurs du mal is the most curious, subtle, fascinating, and extraordinary creation of an entire world ever fashioned in modern ages. Baudelaire paints vice and degradation of the utmost depth, with cynicism and with pity, as in the poem I have referred to, where the cult of the corpse is the sensuality of ascetism, or the ascetism of sensuality: the mania of fakirs; material by passion, Christian by perversity.
And, in a sense, he is our modern Catullus; in his furies, his negations, his outcries, his Paganism, his inconceivable passion for woman's flesh; yet Lesbia is for ever Lesbia. Still, Baudelaire in his Franciscae meae Laudes, and with less sting but with as much sensual sense of the splendour of sex, gives a magnificent Latin eulogy of a learned and pious modiste, that ends:
"Patera gemmis corusca,
Panis salsus, mollis esca,
Divinum vinum, Francisca."
And he praises the Decadent Latin language in these words: "Dans cette merveilleuse langue, le solécisme et le barbarisme me paraissent rendre les négligences forcés d'une passion qui s'oublie et se moque des règles."
Don Juan aux enfers is a perfect Delacroix. In Danse macabre there is the universal swing of the dancers who dance the Dance of Death. Death herself, in her extreme horror, ghastly, perfumed with myrrh, mixes her irony with men's insanity as she dances the Sabbat of Pleasure. He shows us the infamous menagerie of the vices in the guise of reptiles; our chief enemy Ennui is ce monstre délicat. There are Vampires, agonies of the damned alive; Le possédé with his excruciating cry out of all his fibres: O mon cher Belzébuth! je t'adore! And there are some, subtler and silent, that seem to move, softly, as the feet of Night, to the sound of faint music, or under the shroud of a sunset.
Les fleurs du mal are grown in Parisian soil, exotics that have the strange, secretive, haunting touch and taint of the earth's or of the body's corruption. In his sense of beauty there is a certain revolt, a spiritual malady, which may bring with it the heated air of an alcove or the intoxicating atmosphere of the East. Never since Villon has the flesh of woman been more adored and abhorred. Both aware of the original sin of l'unique animál—the seed of our moral degradation—Villon creates his Grosse Margot and Baudelaire Delphine et Hippolyte. Villon's is a scullion-wench, and in the Ballad a Brothel as infamous, as foul, as abominable as a Roman Lupanar surges before one's astonished vision. And this comes after his supreme, his consummate praise of ruinous old age on a harlot's body: Les regrets de la Belle Heaulmière. It is one of the immortal things that exist in the world, that I can compare only with Rodin's statue in bronze: both equal incarnations of the symbolical conception that sin brought shame into the first woman's flesh.
"Que m'en reste-il? Honte et Péché:"
cries each mouth, cries to the end of earth's eternity.
In Baudelaire's Femmes damnées there is the aching soul of the spirit's fatal malady: that sexual malady for which there is no remedy: the Lesbian sterile perilous divinisation of flesh for flesh, virginal or unvirginal flesh with flesh. In vain desire, of that one desire that exists beyond all possible satisfaction, the desire of an utter annihilation of body with body in that ecstasy which can never be absolutely achieved without man's flesh, they strive, unconsumed with even the pangs of their fruitless desires. They live only with a life of desire, and that obsession has carried them beyond the wholesome bounds of nature into the violence of a perversity which is at times almost insane. And all this sorrowful and tortured flesh is consumed with that feverish desire that leaves them only a short space for their desire's fruitions.