martes, 5 de septiembre de 2017

Arthur Symons: El genio satánico de Baudelaire

2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya segunda parte tenemos el gusto de publicar hoy.

EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE

II

Algunas de estas Flores del Mal son venenosas; algunas han crecido en los invernaderos del Infierno; algunas tienen el perfume de la piel de una sinuosa muchacha; algunas, el olor de la carne de la mujer. Hay espíritus que se embriagan con estas flores malditas para salvarse del excesivo horror de sus vicios, de la tortura aún peor de sus virtudes violadas. Y una imaginación cruel ha dado forma a estas imágenes desnudas de los Siete Pecados Capitales, eternamente apesadumbradas por su primera caída; que no sonríen ni siquiera en el Infierno, en cuyas llamas se retuercen. Uno las imagina allí y entre el sol y la tierra; en el aire, arrastradas por los vientos; conscientes de su herencia infernal. Surgen, como demonios, de la Edad Media; son incapaces de imaginar la justicia de Dios.

Baudelaire dramatiza estas imágenes vivientes de su espíritu y de su imaginación, estas fabulosas criaturas de su inspiración, estos fantasmas macabros, en un modo totalmente distinto del de otros autores teatrales —Shakespeare y Aristófanes, en sus tragedias satíricas, en sus comedias líricas—; si bien es, del mismo modo que ellos, el escritor en el que la belleza desposa sin virginidad a los hijos del antiguo Caos.

En estas páginas pululan (son sus propias palabras) todas las corrupciones y todos los escepticismos: criminales innobles sin convicciones; arpías detestables que hacen apuestas; los gatos, que son como las amantes de los hombres; Harpagon; la exquisita, bárbara, divina, implacable, misteriosa Virgen de estilo español; los viejos; los borrachos, los asesinos, los amantes (sus muertes y vidas); los búhos; los vampiros, cuyas voces hacen que el cadáver se levante por sí mismo de la tumba; lo Irremediable que ataca su origen: ¡la Conciencia en el Mal! Hay un poema casi crístico sobre su Pasión: Le reniement de saint Pierre, una denuncia casi satánica de Dios en Abel et Caïn, y, con ellos, el Mal Monje, símbolo enigmático del alma de Baudelaire, de su obra, de todo lo que sus ojos aman y odian. Algunas de estas criaturas actúan en farsas, bailan en ballets. Puesto que todas las Artes pierden sus formas naturales y se ven transformadas, transfiguradas, trasplantadas para pasar en un estado magnífico por el escenario: el escenario con el abismo del Infierno enfrente.

“Sensualista” (cito a un crítico), “pero el más profundo de los sensualistas; y, furioso por no ser más que eso, va, en su sensación, hasta el límite extremo, hasta la misteriosa puerta del infinito contra la cual golpea, aunque sin saber cómo abrirla, contrayendo con rabia la lengua en su vano esfuerzo”. Sin embargo, siglos antes que él Dante entró en el Infierno, lo atravesó en su imaginación desde su interminable comienzo hasta su interminable final; volvió a la tierra para escribir, para el espíritu de Beatrice y para el mundo, esa Divina Commedia de la que ciertas mujeres, en Verona, dijeron:

“Lo, he that strolls to Hell and back
At will! Behold him, how Hell’s reek
Has crisped his beard and singed his cheek.”

[Cita del poema Dante en Verona de Dante Gabriel Rossetti: “¡Miren, el que pasea por el infierno y vuelve / A voluntad! Mírenlo, cómo el tufo del Infierno / Le chamuscó la barba y le tiznó las mejillas”.]

Es Baudelaire quien, tanto en Infierno como en la tierra, encuentra que un cierto Satanás mora en corazones modernos como el suyo; que incluso el arte moderno tiene una tendencia esencialmente demoníaca; que el pacto infernal del hombre crece día a día, como si el Diablo susurrase en su oído ciertos secretos sardónicos. Aquí, en tales ambientes satánicos y románticos, uno oye disonancias, las discordancias de los instrumentos en los Aquelarres, los aullidos de la ironía, la venganza de los vencidos.

Transcribo una frase de Gautier sobre Baudelaire. “El poeta de Les Fleurs du Mal amaba lo que uno erróneamente llama el estilo de la decadencia, que no es más que el arte llegado a ese punto extremo de madurez que determinan, con sus soles oblicuos, las civilizaciones que envejecen: un estilo ingenioso, complicado, elaborado, lleno de matices y rebuscamientos, que empuja cada vez más lejos los límites del lenguaje, que se nutre de todos los vocabularios técnicos, que toma colores de todas las paletas, notas de todos los teclados, que se empeña en expresar el pensamiento en lo que éste tiene de más inefable y la forma en sus contornos más vagos y elusivos, que escucha, para traducirlas, las confidencias sutiles de la neurosis, las confesiones de la pasión ya envejecida que se deprava y las extrañas alucinaciones de la idea fija que se va volviendo locura”. Añade: “En cuanto a su verso, éste se caracteriza por un lenguaje que ya muestra las venas verdosas de la descomposición, el lenguaje manchado del Imperio Romano tardío, y los complicados refinamientos de la escuela bizantina, forma última del arte griego caído en la delicuescencia”. ¡Véase cuán perfectamente se adecua la frase la langue faisandée al estilo exótico de Baudelaire!

Sin embargo, manchado como está ese estilo de vez en cuando, el hombre mismo nunca estuvo manchado: él, que fue el primero en dar en versos modernos un gusto desconocido a las sensaciones; él, que pintó el vicio en toda su vergüenza; cuyos versos más sabrosos están como perfumados  por aromas sutiles; cuyas pintarrajeadas mujeres son bestiales, estériles, cuerpos sin almas; cuyas Litanies de Satan tienen esa fría ironía que sólo él poseía en grado sumo, en esas así llamadas líneas impías que revelan, sea cual sea el disfraz que las cubre, la creencia del poeta en una superioridad matemática establecida por Dios desde toda eternidad, la menor infracción a la cual sufre ciertos castigos, tanto en este mundo como en el próximo.

Puedo imaginar a Baudelaire en sus horas de terror nocturno, desvelado, en la cama de una mujer venal, diciéndose a sí mismo estas palabras del Satanás de Marlowe:

“Why, this is Hell, nor am I out of it!”
[¡Vaya, esto es el Infierno, y yo no estoy fuera de él!]

con acentos de desesperación eterna arrancados de los labios del Archidemonio. Y el genio de Baudelaire, no puedo abstenerme de pensarlo, estaba tan dominado como el de Marlowe, para decirlo con palabras de Lamb, por “vagabundeos por campos a los que la curiosidad tiene prohibido ir, que se acercan al oscuro abismo lo bastante como para mirar en él”.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.

II
Certain of these Flowers of Evil are poisonous; some are grown in the hotbeds of Hell; some have the perfume of a serpentine girl's skin; some the odour of woman's flesh. Certain spirits are intoxicated by these accursed flowers, to save themselves from the too much horror of their vices, from the worse torture of their violated virtues. And a cruel imagination has fashioned these naked images of the Seven Deadly Sins, eternally regretful of their first fall; that smile not even in Hell, in whose flames they writhe. One conceives them there and between the sun and the earth; in the air, carried by the winds; aware of their infernal inheritance. They surge like demons out of the Middle Ages; they are incapable of imagining God's justice.

Baudelaire dramatizes these living images of his spirit and of his imagination, these fabulous creatures of his inspiration, these macabre ghosts, in a fashion utterly different from that of other tragedians—Shakespeare, and Aristophanes in his satirical Tragedies, his lyrical Comedies; yet in the same sense of being the writer where beauty marries unvirginally the sons of ancient Chaos.

In these pages swarm (in his words) all the corruptions and all the scepticisms; ignoble criminals without convictions, detestable hags that gamble, the cats that are like men's mistresses; Harpagon; the exquisite, barbarous, divine, implacable, mysterious Madonna of the Spanish style; the old men; the drunkards, the assassins, the lovers (their deaths and lives); the owls; the vampires whose kisses raise from the grave the corpse of its own self; the Irremediable that assails its origin: Conscience in Evil! There is an almost Christ-like poem on his Passion, Le reniement de Saint-Pierre, an almost Satanic denunciation of God in Abel and Cain, and with them the Evil Monk, an enigmatical symbol of Baudelaire's soul, of his work, of all that his eyes love and hate. Certain of these creatures play in travesties, dance in ballets. For all the Arts are transformed, transfigured, transplanted out of their natural forms to pass in magnificent state across the stage: the stage with the abyss of Hell in front of it.

"Sensualist" (I quote a critic), "but the most profound of sensualists, and, furious of being no more than that, he goes, in his sensation, to the extreme limit, to the mysterious gate of infinity against which he knocks, yet knows not how to open, with rage he contracts his tongue in the vain effort." Yet centuries before him Dante entered Hell, traversed it in imagination from its endless beginning to its endless end; returned to earth to write, for the spirit of Beatrice and for the world, that Divina Commedia, of which in Verona certain women said:

"Lo, he that strolls to Hell and back
At will I Behold him, how Hell's reek
Has crisped his beard and singed his cheek."

It is Baudelaire who, in Hell as in earth, finds a certain Satan in such modern hearts as his; that even modern art has an essentially demoniacal tendency; that the infernal pact of man increases daily, as if the Devil whispered in his ear certain sardonic secrets. Here in such satanic and romantic atmosphere one hears dissonances, the discords of the instruments in the Sabbats, the howlings of irony, the vengeance of the vanquished.

I give one sentence of Gautier's on Baudelaire. "This poet of Les fleurs du mal loved what one wrongly calls the style of decadence, which is no other thing than the arrival of art at this extreme point of maturity that determined in their oblique suns the civilizations that aged: a style ingenious, complicated, learned, full of shades and of rarities, turning for ever backward the limits of the language, using technical vocabularies, taking colours from all the palettes, notes from all the keyboards, striving to render one's thought in what is most ineffable, and form in its most vague and evasive contours, listening so as to translate them, the subtle confidences of neurosis, the passionate confessions of ancient passions in their depravity and the bizarre hallucinations of the fixed idea." He adds: "In regard to his verse there is the language already veined in the greenness of decomposition, the tainted language of the later Roman Empire, and the complicated refinements of the Byzantine School, the last form of Greek art fallen in delinquencies." See how perfectly the phrase la langue de faisandée suits the exotic style of Baudelaire!

Yet, tainted as the style is from time to time, never was the man himself tainted: he who in modern verse gave first of all an unknown taste to sensations; he who painted vice in all its shame; whose most savorous verses are perfumed as with subtle aromas; whose women are bestial, rouged, sterile, bodies without souls; whose Litanies de Satan have that cold irony which he alone possessed in its extremity, in these so-called impious lines which reveal, under whatever disguise, his belief in a mathematical superiority established by God from all eternity, and whose least infraction is punished by certain chastisements, in this world as in the next.

I can imagine Baudelaire in his hours of nocturnal terrors, sleepless in a hired woman's bed, saying to himself these words of Marlowe's Satan:

"Why, this is Hell, nor can I out of it!"

in accents of eternal despair wrenched from the lips of the Arch Fiend. And the genius of Baudelaire, I can but think, was as much haunted as Marlowe's with, in Lamb's words, "a wandering in fields where curiosity is forbidden to go, approaching the dark gulf near enough to look in."