lunes, 11 de diciembre de 2017

José Lezama Lima: Julián del Casal y Charles Baudelaire

2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras nos preparamos para publicar el segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.

JULIÁN DEL CASAL Y CHARLES BAUDELAIRE
ESTETICISMO Y "DANDYSMO"

La belleza se convierte en mal peligroso, puede encarnar, las manos la asen. Ni su llegada ni su despedida, existía tranquilamente, el dedo podía tocarla con acusadora levedad y el ojo moroso repasarla o reconstruirla incesantemente. En aquella irreconciliable sustancia, es posible situar la ligereza de nuestros dedos mientras se desprende un breve remolino de humo. Por eso el siglo XIX, después de ciertas brusquedades románticas, enarca y confunde los temas del esteticismo y dandysmo. Pero Casal y Baudelaire han de servirnos para establecer precisas delimitaciones. Determinados presupuestos puros, indivisibles ingredientes, caen en su violenta exclusividad y rechazo, para ofrecer después, olvidando la sorpresa de la trasmutación intermedia, una síntesis de anticipadas purezas. En otras ocasiones, terrible seguridad, establece una distinción peligrosa y el poeta conduce o mira fijamente. Las cosas están ahí en su imposible aliento de toro destruido, nos rodean mansamente, pero frente a ellas no un apetito cognoscente, que supone una furia y una resistencia, sino una distinción que establece en el mundo exterior o enemigo una preintencionada categoría, que establece no una fría diferencia resuelta, sino una falsa escala de Jacob, donde el lago romántico tiene más atractivos que la cloaca surrealista, o los chalecos rojos del buen Théophile nos resultan más tolerables que la endiablada pistola de Alfred Jarry.
Casal, en ocasiones, distingue para ver, para prolongar su mirada. Para alcanzar la tregua de adormecer la mirada sobre las cosas que él distinguió o alcanzó. Casal es, quiere ser esteticista. Él adora la belleza como se decía graciosamente en aquellos días, convirtiéndola así en arquetipo fácil, en cosa cercana, burguesa y táctil. Desconociendo tal vez lo otro, a que tiene que ir todo poeta: el vencimiento de una sustancia que motiva en nosotros un incesante índice de refracción, mediante el cual las cosas revierten, se alejan o divierten. Propia pertenencia, tierra poseída. Y aquel invisible y tenaz rumor que le comunica a la sustancia que ha de ser vencida un leve fruncimiento, mediante el cual surge la forma, como un paseo y como un nacer. Pero sin distinguir, sin romper, sin nacer. De tal manera que en aquel vasto sistema de lo homogéneo y de lo indistinto, hay siempre la espera misteriosa, el silencio que se realiza y aquel afuera nuestro, mediante el cual el misterio de los enlaces goza de un suave despertar, invisible deslizarse, donde distinguir es una enojosa espera o una grosera interrupción.
Esteticismo y dandysmo, Casal y Baudelaire, peligros y perdurables soluciones marcan en esos poetas totales separaciones. Si antes señalamos una zona de reciprocidades y confluencias en la temática de ambos poetas, ahora con respecto al modo de acercarse a la poesía, hay radicales disonancias. Desde Baudelaire hasta la poesía que se agita en nuestros días, conviene distinguir entre esteticismo y dandysmo, y conviene tener de esas dos posiciones poéticas una distinción tan precisa como los órdenes de los círculos infernales. El esteticismo llega a nuestros días, dándole vuelta entre sus dedos a la estética de la rosa, pero la brevedad de su tránsito, tema ético, y su misteriosa geometría, donde el misterio es mínimo y la geometría superficial, limitan las vastas agitaciones que tiene que domeñar el poeta y las resultas de sus totales y fieros dolores. Por eso el tema de la rosa se desenvuelve en el poema breve, en la suite y en el solo de arpas, y desde Horacio hasta la venerable figura de Juan Ramón Jiménez, parece olvidar que Dios y el hombre incluyen a la belleza sin nombrarla, porque solo ellos son infinitamente hermosos y están siempre desnudos.
Casal prefiere la cabellera teñida al trigo y el ópalo engastado a la tranquila atmósfera del astro. Pero, ¿qué nos interesa eso y por qué lo subrayamos? Él está rodeado de maravillosas hojas, de la fauna de un trópico breve y calmado, que parece querer retener las delicias y rechazar las abundancias. Pero Casal, influido por la sinfonía de las flores que aparece en el Al revés de Huysmans, detesta el maravilloso trenzado de la hoja que le rodea, y sus amigos señalan como sus flores favoritas los crisantemos, el ixon, amarylis, el ilang, los crolilopsis, que Huysmans había mirado y aspirado por él. El esteticismo tiene como principal enemigo una refinada cursilería, como la excesiva ambición poética tiene como remedo el ridículo, pero acaso no es la primera virtud poética huir del buen gusto cortesano como huye de sí de todos.
Contrastemos ese esteticismo con el dandysmo de Charles Baudelaire, que asoma siempre que se acerca al tema de lo bello, principalmente en su Hymne a la Beauté. De una parte, cielo, Dios, ángel; de la otra, Satán, abismo, sirena, pero el dandy prescinde de una selección, pues ella, la belleza, solo contribuye a hacernos el Universo moins hideux et les instants moins lourds. La terrible indiferencia del dandy —que estrena sus mejores jubones para un paseo solitario o instala sus candelabros en una mesa sin invitados—que todo lo reduce a la persona, que de ella parte y en ella se anega, están patentes en esas declaraciones de Baudelaire. El dandy es en realidad el último de los artesanos de gran estilo que, carente de fe, termina convirtiéndose a sí mismo en piedra y se labra constantemente, con la misma indiferencia que si fuese labrado por el agua o por invisibles instrumentos.
Pero en la repulsa el dandysmo se muestra más decidido que el esteticismo. La poesía más huera e insulsa estaba representada entonces por el señor José Fornaris. Pero Casal, ya en los años en que comenzaba su modernismo, se separa de él sin brusquedades, y con motivo de su muerte Casal se detiene. Hay en eso una exquisita cortesía, pero también una indudable vacilación. Señala los que subrayaban la inutilidad de Fornaris y de ellos, dice Casal: “no serían capaces de componer la peor de sus décimas”. Pero no hay en eso una equivocación de Casal sino el que ve en el pobre Fornaris, el escondido detrás de otras pobrezas enmascaradas. “Hasta por los metros que emplea —dice de nuevo Casal refiriéndose a Fornaris— se conoce que su maestro ha sido Quintana, hueco, vulgarote e insulso rimador de lugares comunes”. Baudelaire se muestra irreductible, acompañado del hastío, solo reconoce a las nubes y su imprescindible innecesario, el dandy y la soledad. “Excepto Chateaubriand, Balzac, Stendhal. Mérimée. Vigny, Flaubert, Banville, Gautier, Leconte de Lisle —nos dice Baudelaire— toda la chusma moderna me da horror. La virtud, horror; el vicio, horror; el estilo fluido, horror; el progreso, horror”. La cantidad de su hastío, sus crecedoras cifras, le permiten aislar las negaciones del mundo exterior con el tiempo distribuido en días favorables. Ocioso mandarín, ocio y hastío, le burlan las cosas al hombre, para hacer de éste un juego de cartas y de hombres, y encuentra al fin en el tiempo empleado en consagrar cada uno de sus movimientos, la propia y mejor distribución de la distracción de sus miradas. El hastío del dandy le impulsa a prescindir de las cosas y queda así posesor poseído, infinito en su interminable línea de puntos; por eso confunde, mejor iguala, un rey y un criado, pues, distraído, le dice Lord Brummel a Jorge V: “Gales, toque el timbre”. Y aunque no le dé mucha importancia, tiene que fugarse a Bolonia, desterrado. No ha querido ofender, estaba abstraído, y tiene que irse al destierro casi igual tiempo que un tirano cansado. Pero he ahí que Charles Baudelaire, dandy perfecto, pretende entrar con la misma poesía en el destino, la gracia y el pecado original. Pero en sus últimos momentos, los esenciales, el dandy se puede trocar en un solitario perdurable. Incapaz de ser abuelo o de despertarse con el trigo en la mañana, el dandy dedica sus últimos años a los sorbos teologales. Ved a Baudelaire coincidiendo con Santo Tomás de Aquino en el rechazo y condenación de lo que los escolásticos llamaban el progreso necesario.


***

Las últimas crisis del láudano, las más soberbias, se truecan en grandes invasiones de agua. Interminable juego de curvas, despeños, palacios submarinos van propiciando una interminable extensión. Ya los maestros antiguos veían en el agua la materia y en el fuego la forma. Los tejidos del agua y la forma comprobada que crece y se reconstruye, se esconde, reaparece, en una exquisita simultaneidad, se tornan en cuerpo intocable. He aquí el dandy apoyado en el láudano, como en un bastón invisible. Proporción, peso y sonido se van borrando ante la furia de lo extenso. Queda así el dandy reducido al hombre y al terrible dominio del agua, de la planicie, de lo lineal absoluto. Las cosas, borradas, han comenzado por no existir para huir de una forma dañada que no sería otra cosa que una incomprensible detención. Por eso irá a sumirse en temas teologales, encontrando en el paraíso y en el ángel, esa vasta zona de lo indistinto y de lo interminable homogéneo.
Desde su esteticismo Théophile Gautier afirmaba que una piel de pantera era más bella que el hombre. Lo primero que nos atrae del dandysmo y su reducción al hombre es su coincidencia con el antropocentrismo católico. El esteticismo, que no puede negar su línea de continuidad con los helenistas alemanes del XVIII, un Winckelmann, un Lessing, nos plantea directas relaciones entre el hombre y el sentido de las apariencias. Del antropomorfismo esteticista al antropocentrismo dandysta hay la diferencia entre dos culturas, dos actitudes que conducen a dos finales poéticos de distinta enemistad. Mientras el dandysmo termina en Charles Baudelaire, buscando el paraíso revelado y las reducciones del pecado original, el esteticismo culmina en las vitrinas, en las colecciones de ídolos muertos, de materia que no quiere ser firmada, que no marcha hacia nosotros. Ved a Casal sigiloso, de manos del cronista teatral Conde Kostia penetrando en el camerino de Sarah Bernhardt, Casal, inquieto, le arranca de la túnica un pedazo de encaje. Sorprended a Casal en las opulentas y graciosas cámaras que gustaba de habitar, cuyo repaso constituyen unas valiosas estampas finiseculares y cuyo trazado me complazco ahora en evitar —colocando como imágenes de su gusto en las paredes, desnudos del Moulin de la Gallete envueltos en las espiras de la serpiente. El encaje está ya hoy amarillento, su polvo no desatará ninguna mariposa, y el desnudo son los que ya se han convertido en estampa finisecular, en postales de imposible pornografía.
Rodeado de sus ídolos, el esteticista sufre de hastío, pero ¿acaso el dandy no se aburre también? Pero he ahí dos clases de hastío. El esteticista sufre el hastío de la riqueza artificial, pero igualmente el dandy está ganado por el hastío de la riqueza natural. Solo que el hastío del dandy está engendrado por la imposibilidad de la pareja. Por eso Baudelaire nos dice: “La mujer es lo contrario del dandy. Debe horrorizarnos. La mujer tiene hambre y quiere comer, sed y quiere beber. El bello mérito. La mujer es natural, es decir, abominable”. En el soneto Castidad, de Casal, no resuelto artísticamente, pero muy significativo para subrayar cómo este dandysmo de Baudelaire se filtra a través de su esteticismo. Ni con voz de ángel ni lenguaje obsceno, logra en mí enardecer al torpe bruto, dice Casal, refiriéndose a la mujer.
Queda así sujeto el dandy a las líneas que parten de él y que en él vuelven a confundirse. Es amarga esa almendra de perpetuo destierro, y una enumeración de dandys literarios, Lawrence Sterne, Villiers, Barbey, Baudelaire, Nerval, lo comprueban alternando el suicidio, con el insoportable tedio y con el lluvioso emigrar. Contrastemos esas enumeraciones dolorosas con el regodeo esteticista: Gautier, los Goncourt, Montesquieu-Fezensac, los chalecos rojos, los salones y las joyas, les ocupan tanto tiempo que su poesía termina en mera verba y exteriores opulencias. El dandy, Baudelaire lo demostró a cabalidad, es el enemigo del snob, el esteticista cuenta con los demás, con sus cegueras para despreciarlos y con sus deslumbramientos para atraerlos. El dandy no tiene que ver nada con el snob. A los esteticistas les faltó no solo propio pozo, sino también trágica objetividad, terrible conocimiento de lo indistinto.
Las categorías del mundo exterior son una de las gustosas fruiciones del esteticismo. Gusta de suponer más bella la rama del almendro que la corrupción del pez, del hambre o del zapato. Las excesivas reducciones del dandysmo al hombre le llevan a crear lo natural excesivo. Esta tensión propuesta por Baudelaire es la enemiga del sueño gobernado dirigido por los surrealistas. Lo natural que se excede, que impulsa al globo de fuego, reducido después a vellón o a paloma. No el sueño convertido en ganancial y alquilado palacio subacuático, Casi toda la poesía contemporánea arranca de ese natural excesivo. Lo maravilloso táctil es otro de los guiños del esteticismo que antecedía ciertas curas, o momentos de la materia en que ésta nos hablaba. Pero lo natural excesivo, cuenta con los primeros recursos que después se transforman en un prolongado balanceo entre los orígenes y el Juicio Final.
Esas violentas de la sustancia y su reflejo y la mentira primera coincidía con el más castigado artificio, llegando en ese juego de timbres a una fatal y desdeñosa coincidencia entre la vibración y el eco. Lo natural excesivo engendraba en el ser una tensión que el análisis podía receptar, uniendo lo inefable provocado a los instrumentos receptores. Ese inefable provocado se prolongaba, junto con lo natural excesivo, en la sustancia que no refracta diabólicamente el pensamiento, no coincidiendo, como en el sueño de Claudel, el conocimiento con el nacimiento de las cosas. Ese mundo de reducciones, de tensiones y de provocaciones, se iba sumergiendo en las delicias de una porosidad maravillosa, cuya sorpresa residual era el hastío de una coincidencia esperada. Lo natural excesivo se transformaba en un nuevo destino, o para decirlo con palabras de Baudelaire, en una fatalidad de nueva especie. Claro está que las reducciones al hombre podían ser reemplazadas por las reducciones a un punto y enclavar la poesía entre el fenómeno de la creación y la nada, En esa caída del ángel no podía prolongarse la etapa de una posición retadora. Entonces Baudelaire, llamado Thibaudet, comprende que cuando la palabra se libera de toda gravitación y logra total nacimiento y pureza, surge entonces por rara adquisición de su reverso, el irreemplazable verbal, igualado con el tema del destino, y el trabajo de su mágica insistencia, adquiere entonces como el residuo de toda libre elección, la más inaudita dignidad. Baudelaire, en esto también como en todo, dandy perfecto, comprende lo que los católicos llaman deliciosamente la buena intención asidua, que resuelve las bruscas agresiones o armonizaciones entre el destino y la dignidad. Lo natural excesivo se ha tornado en un gracioso movimiento del hombre, que ahora lucha irreconciliablemente con los grandes y únicos temas, eliminada toda fatalidad de nueva especie, con la gracia, destino y pecado original. Ahora Baudelaire, que ha alcanzado la ambiciosa madurez, habita el ámbito de Racine, y el paraíso revelado está radicalmente escindido del paraíso comprado o sustitutivo. Desaparecen los excitantes, y Baudelaire une la evocación a la inspiración, como Claudel une la evocación y la creación. Eso ha sido el aporte más cuantioso de Baudelaire a la poesía, la más perfecta e inaudita trayectoria de poeta, la más gananciosa y absoluta de todos aquellos poetas que han pretendido que su conciencia domine su ser; después de él, evocación, creación e inspiración y consecuente método, marcan el inicio de toda poesía que aspira a un absoluto nuestro.
Impedido por el esteticismo no llega Casal a esos grandes temas de la poesía de Baudelaire. El catolicismo de Casal procedía de declaraciones cabales y de comprobaciones en la introducción a la muerte. “Me encuentro muy enfermo, le dice en carta a Darío, tan enfermo que desde julio a la fecha he recibido dos veces los santos sacramentos”. Después de haber recibido a la poesía en la misteriosa propiedad de la carne, ésta se apegaba a la salvación, insistencia ciega de la carne. De su estancia en el jesuita Colegio de Belén había derivado el frío del sustantivo y de su acompañante, pero ahora, tema jesuítico, las postrimerías le rondan. Casal conserva nítidamente el resguardo adolescente de su fe. Sin embargo, el catolicismo no está en su obra, ni mucho menos los temas del Trento jesuita. Sin embargo, en Baudelaire la desesperada brusquedad y tenebrosa angustia, con que se incita cada una de las integraciones de su obra, se agitan en la desesperación o clamor del catolicismo. El grito con que cierra su obra fundamental: sumergido en el fondo del golfo, cielo o infierno, qué importa. Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Ya aquí no presenciamos a Baudelaire y su acompañante método. Lo desconocido, clamor o rumor, qué importa, la única novedad tiene que salir de ese desconocido, que huye de la falsa paz de que nos habla Pascal. La época del método de Baudelaire la podemos reconocer en las ediciones con tablas de variantes de Les Fleurs du Mal, allí donde había puesto “porte toujours le chatiment”, rectifica y pone “porte souvent le chatiment”. Un siempre sustituido por un frívolo a veces. Pero en ese desconocido para alcanzar lo nuevo, Baudelaire tocó la más inaudita integración de poeta moderno conocida. Ya en esa frase parece Baudelaire tocar la zona del “speculum per enigmate” de San Pablo, enigma del espejo. De esa manera su poesía, que había utilizado el reflejo de los sentidos, los envíos del perfume, y que alcanza los grandes temas de la gracia y el paraíso revelado, se cierra deslumbradoramente con una postura de desesperado catolicismo, de contracción y clamor.


JOSÉ LEZAMA LIMA.
Ensayos, Julián del Casal (1941).